Aurora llega a un convento con la esperanza de encontrar la paz y la devoción que ha buscado toda su vida. Sin embargo, al llegar a la gran hacienda que alberga el convento, descubre un lugar de lujo que nada tiene que ver con la vida austera que e...
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Nunca imaginé que mi vida religiosa me llevaría hasta un lugar como este.
Cuando envié mi solicitud al convento, lo único que deseaba era encontrar un refugio, un lugar donde pudiera entregarme completamente a Dios, dejando atrás la vida que había conocido, los recuerdos que me perseguían. Imaginaba algo austero, humilde, como se esperaba en un convento. Un lugar de oración, de penitencia, de renuncia. Pero no era eso lo que encontré.
El coche se detuvo frente a un portón de hierro forjado, tan grande y opulento que parecía más propio de una mansión que de un convento. Cuando el conductor abrió la puerta, una brisa fría me recibió, pero la imagen que tenía ante mis ojos fue la que me dejó sin aliento: una gran hacienda, rodeada de jardines cuidadosamente arreglados, con un lago que reflejaba el cielo gris del atardecer y una piscina que podría haber sido sacada de un resort de lujo.
No era el lugar que había imaginado. No era la vida que había soñado, ni la que había buscado al pedir ingresar.
—Bienvenida, hermana Aurora. —La voz de la Madre Superiora me sacó de mi desconcierto. Su tono era calmado, pero la frialdad que emanaba de ella me hizo sentir como si sus palabras fueran un comando. Era una mujer de porte severo, con el rostro surcado por años de servicio, y una mirada que, aunque intentaba ser amable, no lograba ocultar una especie de desdén. —Ven, te mostraré tu habitación .
Mis pasos resonaron en los pasillos de mármol, que parecían tragarse el sonido de mi respiración. El silencio aquí era denso, pesado, como si el aire mismo estuviera impregnado con algo más que quietud. A lo lejos, pude escuchar las risas de los niños jugando, felices.
—Este es un lugar de paz y servicio a Dios —dijo la Madre Superiora sin girarse hacia mí, como si ya conociera mis pensamientos. Su voz era suave, pero el peso de sus palabras era tan imponente que casi me sentí obligada a aceptarlas. —Aquí, cada hermana tiene un papel que desempeñar. Las oraciones son el centro, pero también es un lugar de... confort, como puedes ver. El Señor provee para sus fieles.
Los jardines cuidados hasta el último detalle, el lujo que reflejaba la arquitectura... ¿Cómo encajaba todo esto con la vida monástica?
Llegamos a mi habitación , una tan grande que casi me intimidó. La cama bien arreglada, la mesa de trabajo, la ventana con vistas al lago. Miré todo a mi alrededor, intentando procesar lo que veía.
—Esta será tu habitación —dijo la Madre Superiora, con un gesto distante. —Es una habitación sencilla, como todas las demás.
Sencilla... No pude evitar reírme por dentro. Nada de esto era sencillo. Me quedé parada en el umbral, observando el entorno, sintiendo una opresión en el pecho. No entendía qué era lo que no encajaba, pero algo en este lugar me hacía sentir... pequeña. Vulnerable.
—Las hermanas no tienen mucho que hacer fuera de las oraciones y los deberes del convento —continuó la Madre Superiora, su voz tan carcomida por los años que no podía evitar sentir que había algo detrás de esas palabras. —Aunque algunos hermanos de la comunidad religiosa viven aquí también. Es un lugar de reflexión y... servicio, pero también un lugar seguro para quienes lo necesiten. Aquí, estamos todos bajo el manto del Señor.