Aurora llega a un convento con la esperanza de encontrar la paz y la devoción que ha buscado toda su vida. Sin embargo, al llegar a la gran hacienda que alberga el convento, descubre un lugar de lujo que nada tiene que ver con la vida austera que e...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Padre Charlie
—Aurora, vámonos —le susurré, sintiendo su respiración irregular contra mi cuello. Ella murmuró algo ininteligible, un sonido suave y débil que se disolvió entre el eco del agua.
La guié fuera del lago, mis manos firmes sosteniéndola mientras avanzábamos. Sus pies desnudos se hundían en la orilla, y el frío de la noche se mezclaba con la humedad de su piel, que temblaba bajo mis dedos. Su estado de embriaguez la hacía dependiente, y en cada paso, sentía cómo se apoyaba en mí, buscando equilibrio, mientras sus ojos borrosos apenas lograban enfocarme.
—Charlie... —murmuró, apenas levantando la cabeza para mirarme, con una mezcla de desesperación y vulnerabilidad que me deleitaba. Verla así, tan entregada y débil, hacía que mi deseo de protegerla —o tal vez de poseerla por completo— se intensificara.
Con cada paso, sus piernas cedían, obligándome a sostenerla más fuerte, a acercarla más a mi cuerpo. Era una escena casi teatral, como si estuviéramos atrapados en un juego donde solo yo era consciente de la seriedad del momento. Aurora, con sus labios entreabiertos y sus susurros quebrados, seguía mi ritmo sin comprender realmente la intensidad de lo que estaba ocurriendo.
Cuando llegamos a la cabaña, Aurora seguía temblando, apenas consciente de la realidad, sus pasos tambaleantes y sus ojos algo perdidos. Cerré la puerta con un leve clic y, con una mano en su espalda, la guié hacia el pequeño baño. El frío del agua que todavía empapaba su piel me hizo acelerar los movimientos: no quería que enfermara.
Abrí la regadera y dejé correr el agua tibia, creando una atmósfera cálida en el estrecho espacio rodeado de canceles. Me apresuré a deshacerme de su ropa interior pensando solo en el calor que necesitábamos para alejarnos del frío.
La ayudé a entrar bajo el agua. El chorro caliente cayó sobre su cuerpo, empapando su cabello mientras dejaba escapar un suspiro tembloroso. El espacio era pequeño, tan estrecho que podía sentir el calor de su piel, el agua deslizándose por ambos, y su respiración, cada vez más suave y profunda. Mis manos permanecían firmes en su cintura, asegurándome de que no perdiera el equilibrio.
Ella me miró, sus ojos borrosos y cargados de algo que no podía identificar: una mezcla de cansancio y una vulnerabilidad que pocas veces había visto en ella.
Aurora tambaleaba bajo el agua caliente, y aunque parecía a punto de perder el equilibrio, sus manos se deslizaron por mi brazo en un intento por mantenerse en pie. Sin embargo, sus dedos se detuvieron en mi muñeca y se quedaron allí, aferrándose, como si buscara algo en mí. Su mirada, ligeramente borrosa, se posó en mis ojos con una intensidad inesperada.
—Charlie... —murmuró. Me miraba de una forma que jamás había hecho antes, y el calor en sus ojos me descolocaba tanto como el vapor que nos rodeaba.
—Aurora, vamos, tienes que descansar —le dije, intentando mantener el control. Pero cuando intenté ayudarla a salir del agua, ella no se movió. En cambio, se inclinó hacia mí, lo suficiente para que sus labios apenas rozaran mi cuello, un susurro.