Cuatro: Culpable sin pecado

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La parroquia estaba tranquila, pero se sentía viva

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La parroquia estaba tranquila, pero se sentía viva. Era uno de esos días en los que las puertas estaban abiertas a todo el mundo, como un refugio para quienes buscaban un poco de paz en medio de sus vidas ajetreadas. No era un lugar exclusivo para los miembros del culto, sino un espacio público donde cualquiera podía entrar, arrodillarse y rezar.

Me habían encargado prender los sirios, algo sencillo pero necesario, así que me dirigí hacia el altar, donde las velas encendidas ya formaban una fila de luz cálida. La iglesia estaba silenciosa, exceptuando el murmullo de algunas oraciones en voz baja y el sonido suave de los pasos de los feligreses que entraban y salían.

Al llegar a uno de los bancos cercanos al altar, vi a un hombre mayor, encorvado y de cabello canoso, sentado en uno de los bancos cercanos. Sus manos, arrugadas y temblorosas, descansaban sobre su bastón. Me detuve un momento, solo unos pasos lejos de él, para encender el sirio. Mientras lo hacía, el hombre levantó la cabeza y me miró, y noté que su mirada era fija, aunque no directamente a los ojos.

—Disculpe, hija—dijo de repente, con voz rasposa pero educada—. ¿Me haría el favor de acompañarme un momento?

Me sorprendió la petición, ya que no estaba acostumbrada a que alguien me pidiera compañía en un lugar como este. Aun así, asentí sin pensarlo demasiado, movida más por el deseo de hacer lo correcto que por cualquier otra cosa.

—¿Quiere rezar? —pregunté, mientras me acercaba.

El hombre asintió lentamente, señalando el espacio vacío a su lado.

—Sí, sí. Acompáñame, hija. Es más fácil rezar en compañía.

Nos hincamos ambos en el banco, el sonido de nuestras rodillas al tocar el suelo resonando en el silencio de la iglesia. Al principio, todo parecía seguir la rutina común de cualquier oración, pero pronto noté que el hombre no estaba rezando de la manera en que lo haría alguien en una iglesia. En vez de murmurar palabras de súplica o fe, su tono era mucho más... inquisitivo.

—¿Eres monja, verdad? —me preguntó de repente, con voz baja, mientras sus ojos recorrían mi figura.

Me sentí un tanto desconcertada, aunque traté de mantener mi compostura.

—Sí —respondí, ajustando el hábito, un tanto incómoda por la forma en que me miraba.

—¿Cuánto tiempo has estado en servicio? —su pregunta era directa, pero no sonaba como una consulta sobre mi vocación.

—Dos años —respondí, sin ocultar mi incomodidad.

El hombre asintió lentamente, pero su mirada seguía fija en mí, como si tratara de descifrar algo detrás de mi apariencia. No sé por qué, pero su forma de mirarme me hizo sentir... incómoda.

—Nunca te había visto aquí, en esta parroquia —dijo, como si estuviera evaluándome. Sus ojos recorrían mi rostro, deteniéndose por un momento en mis ojos, luego en mi boca, y después regresando a mi cara. No era un análisis normal, sino uno cargado de una intensidad que me hizo encogerme ligeramente—. ¿Eres nueva?

Perdóneme PadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora