Aurora llega a un convento con la esperanza de encontrar la paz y la devoción que ha buscado toda su vida. Sin embargo, al llegar a la gran hacienda que alberga el convento, descubre un lugar de lujo que nada tiene que ver con la vida austera que e...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Padre Charlie
Ella movió el centro de mi mundo. Solía poder controlarme a mí mismo, a mis deseos, a los impulsos del alma.
Pero ella había llegado a hacerme cuestionar todo lo que conocía.
Carajo. Era un sacerdote.
Sin embargo, al mirarla, todo lo que había aprendido sobre el deber y la moral se desvanecía en el aire. Sus ojos, llenos de vida y desafío, me llamaban a romper cada voto, cada promesa que había hecho. ¿Cómo podía ser que el eco de su risa resonara más fuerte que los rezos que había pronunciado durante años?
Ella era una tormenta en mi paz, una chispa que encendía un fuego que creía extinguido. La seducción de lo prohibido me envolvía, desnudando la piel del sacerdote que pensaba ser, exponiendo al hombre que anhelaba algo más que la rectitud.
Sin pensarlo, sin detenerme un segundo a deliberar. La atraje hacia mi regazo. Su jadeo de sorpresa se quedó atrapado en mis labios.
El contacto era eléctrico, un roce que encendió una chispa de deseo en mi interior, y el mundo exterior se desvaneció en un susurro. Podía sentir el latido de su corazón, desbocado y lleno de vida, y eso me recordaba lo lejos que había estado de la humanidad. Sus dedos se aferraron a mi camisa.
Ella era suave, joder, era el mismo cielo encarnado. O mi pecado más grande, no importaba. Era lo mejor que había sentido.
—No deberíamos... —empezó a decir, pero su voz se perdió en el calor de mi beso. No quería escuchar razones, no quería que la lógica interrumpiera este momento que se sentía tan visceral, tan real. Ella se movía contra mí, como si nuestro deseo se alimentara mutuamente, y cada caricia, cada roce de su piel, borraba el eco de mis promesas.
Sostuvo mis mejillas con sus delgados dedos, su tacto me hizo estremecer. Su lengua era inexperta pero yo la guiaba, me encargaría de enseñarle.
Mis manos cayeron sobre sus muslos, solo cubiertos por la tela del camisón. Su piel era suave como las rosas.
¿Qué me había hecho?
Quería todo de ella, quería todo con ella.
Mi mente luchaba contra el anhelo, recordando la vida que había dejado atrás, el deber que debía cumplir. Pero el deseo era un fuego que no podía contenerse, y a cada beso que intercambiábamos, me sentía más perdido.
Era un beso intenso, desesperado. El cabello le caía sobre la cara. Nos movíamos en sintonía, el sabor de sus labios era dulce y embriagador, y cada segundo se sentía eterno. Me preguntaba cómo había vivido tanto tiempo sin sentir algo así.
Me sentía vivo, como si todo el caos del mundo se desvaneciera y solo quedáramos nosotros dos, atrapados en nuestra propia burbuja. En ese instante, supe que había cruzado una línea, y, sin embargo, no podía arrepentirme. Era perfecto, un instante robado que prometía todo y nada al mismo tiempo.