Antes no tenía a quien amar
Mucho espero por alguien especial
O alguien a quien darle lugar
Alguien como tu tan linda y diferente
No puedo ahora sacarte de mi mente
Ahora pienso en ti a cada instante
Ya encontre a la persona que esperaba
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El harén estaba iluminado por cientos de velas, cuyos destellos reflejaban el lujo y la opulencia del palacio real. El ambiente estaba cargado de una expectación silenciosa, mientras las mujeres más hermosas de todo el reino se preparaban para la gran fiesta privada. Habían sido cuidadosamente seleccionadas por los eunucos, entrenadas para este momento en el que podrían ganar el favor del rey. El camino de fuego, una oportunidad única para ser elegida y pasar una noche en los aposentos reales, se presentaba ante ellas.
Bakugo, sentado en el trono dorado en el centro de la sala, observaba en silencio. Su expresión permanecía firme, sin revelar sus pensamientos. Las mujeres, envueltas en ropas delicadas y adornadas con joyas, comenzaron su danza. Se movían con una gracia etérea, sus cuerpos girando y ondulando al ritmo de la música suave que resonaba en la estancia. Cada mirada, cada gesto, estaba calculado para atraer la atención del rey, esperando ansiosamente que les entregara el pañuelo rojo, la señal de que serían elegidas.
El ambiente estaba cargado de tensión. Los eunucos miraban de reojo, atentos a cualquier gesto de Bakugo, pero el rey no mostraba interés más allá de la observación tranquila. Mientras las bailarinas giraban y se contoneaban, él mantenía sus brazos cruzados, sus ojos recorriendo la sala sin detenerse en ninguna mujer en particular.
Cada paso de las bailarinas era más sugerente que el anterior, pero Bakugo seguía impasible. Los murmullos comenzaron a llenar el aire. Las concubinas, sintiendo la presión de impresionar al rey, redoblaban sus esfuerzos, danzando con mayor intensidad, moviendo sus cuerpos con una sensualidad que parecía casi palpable. Sin embargo, el pañuelo rojo seguía sin moverse de la mano de Bakugo.
Una de las concubinas más bellas, una mujer de cabello negro como la noche y ojos tan oscuros como el ónix, se acercó más al trono, intentando capturar la atención del rey con su mirada profunda. Se arrodilló ante él, esperando que ese gesto de sumisión y belleza lo conmoviera. Pero Bakugo solo la observó brevemente antes de apartar la mirada.
Las otras mujeres, viendo que el rey no mostraba señal alguna de interés, comenzaron a dudar. ¿Qué buscaba el rey? ¿Por qué no otorgaba el pañuelo a ninguna de ellas?
La música continuó, las luces de las velas titilaban, pero Bakugo permanecía inmutable, su mente quizás en otro lugar. Tal vez en sus aposentos, donde Mei y sus hijos descansaban. El eco de sus risas y la sensación de calidez familiar que llenaba su hogar era lo que verdaderamente ocupaba sus pensamientos.
El tiempo pasó y, finalmente, la música cesó. Las bailarinas se detuvieron, jadeantes, esperando alguna reacción. Pero Bakugo no entregó el pañuelo rojo a nadie. Los eunucos, visiblemente tensos, se inclinaron ante el rey, entendiendo que la noche no tendría ganadora.
Bakugo se puso de pie, el silencio llenando la sala. Las concubinas lo observaron con temor y esperanza, pero él simplemente giró sobre sus talones y se dirigió hacia la salida, dejando atrás la atmósfera cargada de deseo no correspondido.