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Había veces en que Ibrahim le enviaba cartas a Hurrem, y para ella esas eran las palabras más hermosas que jamás recibiría. Cada carta era un tesoro, conservado con el mayor cuidado y amor en una caja de madera finamente tallada, que había mandado hacer especialmente para ese propósito. Mientras tanto, las cartas de su antiguo amor, el gran sultán Suleimán, yacían olvidadas en un rincón oscuro, donde ni el más tenue rayo de luz se atrevía a entrar.

Una mañana, Sumbul entró con una nueva carta de Ibrahim. Hurrem la esperaba con impaciencia, con un entusiasmo que la llenaba de vida, pues él estaba lejos, en otras provincias, cumpliendo sus deberes al servicio del sultán.

La carta decía:

"Amor de verano, amor cálido y ardiente,
Ver los árboles florecer y brotar
Delicadas flores me recuerdan a ti,
Pues su color y su belleza palidecen ante la tuya.

Las abejas que recolectan el polen
De la flor que crece orgullosa, me traen a la mente
Mi propia flor eterna, mi amada,
Que en mi corazón yace, y cuya fragancia
Impregna mi ser.

Bella flor de verano,
Tiñe de tu esencia mi corazón,
Y haz florecer en mí una sonrisa.
Entrégate a mí, prometo cuidarte
Y amarte con la devoción que mereces.

No te marchites, mi flor,
Sería insoportable verte perecer.
Sigue floreciendo,
Que aún deseo admirar
Los colores que adornan tu piel."

Cada palabra traspasó el alma de Hurrem como una flecha dulce y dolorosa a la vez. Soltó un suspiro de amor, profundo y resignado. Ibrahim sabía perfectamente cómo tocar su corazón, cómo envolverla en el calor de sus palabras hasta hacerla sentir amada, incluso en la distancia, incluso en la incertidumbre de sus propias emociones

Pero no todo era color de rosa. Ese jueves, como todos los jueves, tocaba la visita obligatoria al sultán. Hurrem sentía el peso de esa rutina, una tradición que la ahogaba en falsedad, pero no podía evadirla. Con desánimo, se alistó, eligiendo con cuidado su atuendo, mientras su mente divagaba lejos de aquel lugar.

Una vez lista, caminó hacia la recámara del sultán, sus criadas la seguían en silencio como sombras fieles. Al llegar a la puerta, respiró hondo y plasmó en su rostro una sonrisa que no sentía, una sonrisa falsa, pero necesaria. Entró como lo hacía siempre, con la misma elegancia fingida, y allí, como una estatua de poder, estaba el sultán, de pie junto a la chimenea. Cuando él se giró para verla, una sonrisa genuina iluminó su rostro, y abrió los brazos en un gesto de bienvenida.

-Mi enamorada -dijo el sultán con una sonrisa cálida.

Hurrem avanzó hacia él, hundiéndose en sus brazos, su cuerpo cerca pero su alma distante, fingiendo amor con cada movimiento.

-Suleimán, hace tiempo que no te veía... cuando venía siempre estabas ocupado -comentó Hurrem con voz suave, aunque su mente vagaba en otro lugar, pensando en Ibrahim, el único hombre que ocupaba verdaderamente su corazón.

El sultán suspiró, su expresión algo tensa. -El imperio es algo que ocupa todo mi tiempo -respondió, su mirada fija en el fuego que crepitaba en la chimenea.

Hurrem soltó un suspiro pesado, y se dejó caer en la silla frente a la mesa, observando con melancolía las llamas. La indiferencia de Suleimán, esas excusas para no estar con ella, ya no eran una sorpresa. Hurrem lo sabía, lo había notado. De hecho, hacía apenas dos días que había venido a verlo, para disimular su relación con Ibrahim, pues había sentido que el sultán empezaba a dudar. Pero aquel día, los guardias le negaron la entrada, diciendo que el sultán estaba ocupado con asuntos de estado. Sin embargo, cuando se marchaba, había oído una risa proveniente del aposento. Una risa de mujer.

¿Esas eran sus "excusas"? ¿Ese era su "imperio"?

-No sabía que estar con otras mujeres formaba parte de los asuntos de estado -murmuró Hurrem, con frialdad, su mirada fija en el fuego, como si las llamas pudieran responderle.

El ambiente se tensó. Suleimán la miró con dureza, su ferocidad emergiendo como un león acorralado.

-Eso no te incumbe -replicó él, su voz impregnada de autoridad.

Hurrem se levantó lentamente, la misma frialdad en su rostro, pero ahora acompañada de un desafío que hacía tiempo no mostraba.

-Sí me incumbe, Suleimán. Eres mi esposo. Y aunque este sea un harén, no soporto la idea de compartirte.

Sus palabras resonaban genuinas, cada sílaba cargada de aparente dolor. Pero en el fondo, Hurrem sabía que su corazón ya no pertenecía al sultán. Todo su amor, toda su pasión, estaban ahora dedicados a Ibrahim. La actuación ante Suleimán no era más que una estrategia, un juego de poder que dominaba a la perfección.

-Hurrem, basta -exclamó Suleimán, cortando el aire entre ellos con su tono severo.

Pero Hurrem lo miró, desafiándolo con una firmeza que no esperaba. Estaba cansada de fingir, cansada de esconderse. Sabía que, aunque el sultán la mantuviera cerca, ya no era su primer pensamiento. Y mientras él jugaba con otras mujeres, Hurrem forjaba su propio camino, uno en el que el amor y el poder estaban entrelazados de manera más compleja de lo que Suleimán podría comprender.

En ese silencio, las brasas de la chimenea parecían arder con más fuerza, reflejando el fuego que también consumía el corazón de Hurrem. Sabía que la relación con Ibrahim era peligrosa, pero, en ese momento, no le importaba. El amor por Suleimán había muerto, sustituido por una llama nueva y más intensa, aunque igualmente destructiva.

solo tu (Hurremxibrahim)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora