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Esa mañana, Sumbul me despertó suavemente, con un gesto que dejaba ver su abatimiento. Me observaba, sus ojos temblaban con el peso de algo que aún no se atrevía a decir.

—Mi sultana... le ha llegado una carta de...— Hizo una pausa dramática, como siempre, llevándose las manos a la cara en un gesto teatral, casi angustioso.

—¿De quién, Sumbul? —Mi tono era seco, irritado por su incertidumbre.

—De Ibrahim Pasha, mi sultana—, respondió finalmente, con la voz temblorosa.

Lo miré, perpleja. Sin más, le arrebaté la carta de las manos. Él se retiró con la misma cortesía educada de siempre, pero su nerviosismo persistía en el aire. Mi corazón latía más rápido, la mezcla de ansiedad y curiosidad se entrelazaba mientras rompía el sello con manos temblorosas. Al abrirla, mis ojos recorrieron lentamente las palabras:

"Mi sultana, de cabellos encendidos como el fuego, 
Mi sultana, de labios suaves como el algodón, 
Me he perdido en tu mirada, mi corazón atrapado, 
Entre tus manos está mi destino. 
Sálvame de la tortura de no tenerte a mi lado. 
Déjame acariciar tus sueños, ser dueño de tu corazón, 
Oh, mi sultana de pechos de miel y ojos hechiceros."

Cerré los ojos un momento, dejando que las palabras flotaran en mi mente. La intensidad de su declaración era abrumadora, pero también desconcertante. ¿Por qué ahora? ¿Por qué esta pasión que parecía fuera de lugar, cuando todo entre nosotros había sido siempre una danza de poder y distancias cuidadosas?

¿Por qué, de repente, la atracción que sentía por él se intensificaba, mientras mi amor por el Sultán se desvanecía lentamente como una vela que se apaga al final de la noche? Sentía mi lealtad tambalearse, y con ello, una confusión que me atormentaba. Me senté suavemente en el borde de la cama, tratando de ordenar mis pensamientos. Sabía que aquel día sería largo y agotador. Mi mente bullía con preguntas, y la respuesta a todas ellas me asustaba.

Con manos temblorosas, tomé la carta de Ibrahim, aquella que había perturbado mi alma. La leí una vez más, sus palabras eran ardientes y cargadas de deseo, cada verso un recordatorio de la intensidad que habíamos compartido, aunque en secreto. No podía deshacerme de ella, así que la escondí bajo mi cama, en un lugar donde ni el aire pudiera alcanzarla. Quería responderle, pero primero, debía cumplir con mi deber: ver al Sultán.

Me vestí con cuidado, sabiendo que cada detalle contaba. El peso de la culpa se mezclaba con la anticipación mientras caminaba hacia los aposentos de Suleiman. El trayecto me pareció interminable, los corredores, siempre tan familiares, me resultaban sofocantes ese día. Al llegar, los guardias abrieron las puertas sin preguntar, y yo entré como siempre lo hacía.

Suleiman me recibió con una sonrisa cálida, el mismo gesto que había visto tantas veces, pero que ahora no conseguía despertar en mí la misma emoción. Tomó mi rostro entre sus manos, como hacía siempre, y besó con ternura mi frente.

—Mi bella sultana, ¿a qué debo tu visita?—, preguntó, su mirada escrutando la mía, buscando algo que ni yo misma podía definir.

—No es nada relevante, su majestad—, respondí mientras mis ojos vagaban por la habitación, evitando los suyos.—Solo quería saber cómo estaba. Hace tiempo que no lo veía.

—He estado ocupado—, dijo con entusiasmo, sin notar mi frialdad.—Estoy creando una joya, una que será solo para ti.

Suleiman guió mi mirada hacia la mesa cercana, donde el brillo de las gemas a medio ensamblar se asomaba. Me devolvió la atención con una sonrisa.

—Aún no está lista—, añadió con un tono satisfecho.—Debe ser digna de ser llevada por ti.

Lo observé, intentando sentir algo, cualquier chispa de lo que una vez fue. Se inclinó para besarme, y yo respondí, pero mis labios no entregaban lo que él esperaba. El beso no llevaba el fuego de antaño, pues mis pensamientos, mi corazón, estaban con otro. Con Ibrahim. El Sultán, en su ceguera por el poder y la costumbre, no lo notaba. Mis besos eran suaves, vacíos de la pasión que antes nos unía.

solo tu (Hurremxibrahim)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora