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Mehmet se quedó en silencio, observando el techo de su habitación con la mente inundada de preguntas. Había crecido viendo la majestuosidad de su padre, el Sultán, y la delicadeza de su madre, Hurrem. Para él, su matrimonio era un ejemplo de amor perfecto, de devoción mutua. Los recuerdos de su infancia estaban llenos de momentos en los que su padre y su madre se miraban con una complicidad que parecía inquebrantable.

—¿Cómo pudo cambiar todo tan rápido? —murmuró Mehmet.

Mariam, más pragmática y menos soñadora que su hermano, giró lentamente la cabeza para mirarlo. La luz del fuego se reflejaba en sus ojos, haciéndola parecer más madura de lo que era.

—El amor nunca desaparece de la noche a la mañana —dijo Mariam en voz baja, sus palabras tan serenas como el viento nocturno—. Se va desgastando, como una vela que se consume lentamente hasta que solo quedan las cenizas.

Mehmet frunció el ceño, incapaz de aceptar esa imagen. En su mente, el amor de sus padres era una llama eterna. ¿Cómo podían esas brasas haber dado paso al frío vacío que ahora sentía?

—Pero, ¿y Ibrahim? —preguntó finalmente, temeroso de nombrar al hombre que ahora ocupaba los pensamientos de su madre.

Mariam no desvió la mirada del fuego.

—Madre necesitaba a alguien —respondió ella con un tono que dejaba entrever comprensión, aunque también resignación—. No somos quienes para juzgar lo que busca el corazón cuando está roto.

—Pero padre... —intentó Mehmet, sin encontrar las palabras exactas—. Padre era...

—Indiferente —lo interrumpió Mariam suavemente, su voz teñida de una amargura que Mehmet no había percibido antes—. Él la abandonó emocionalmente mucho antes de que Ibrahim apareciera. Solo que tú no lo viste.

El silencio cayó entre ellos de nuevo, mientras Mehmet procesaba las palabras de su hermana. La verdad, como un veneno lento, comenzaba a filtrarse en su corazón.

Hurrem e Ibrahim

En otro lugar del palacio, Hurrem se encontraba frente a Ibrahim. El silencio que los rodeaba era denso, como si el aire mismo se hubiera detenido en su presencia. Las paredes, cargadas de la historia y los secretos de generaciones, parecían cerrarles el paso.

—¿Qué sientes cuando estás con él? —preguntó Ibrahim finalmente, rompiendo el silencio.

Hurrem lo miró con sus ojos profundos, aquellos que siempre parecían ocultar más de lo que revelaban.

—¿De quién hablas? —respondió ella con una sonrisa débil.

—De nuestro sultán—respondió Ibrahim con una dureza que no pudo contener.

Hurrem apartó la mirada, como si esa simple mención abriera una herida que había tratado de ocultar durante años. El amor que una vez había sentido por Suleiman estaba allí, en algún rincón de su ser, enterrado bajo capas de decepción y dolor. Pero era un amor que ya no ardía con la misma intensidad.

—Lo amé —dijo finalmente, susurrando las palabras como si temiera que el viento las llevara—. Pero él dejó de amarme mucho antes de que yo lo supiera.

Ibrahim se acercó a ella, tomando su mano con una delicadeza que contrastaba con la tensión en su voz.

—Entonces, ¿por qué me elegiste a mí?

Hurrem cerró los ojos por un momento, buscando en su interior la respuesta. No fue una elección consciente, pensó, sino una necesidad. Una necesidad de ser vista, de ser amada de nuevo.

—Porque tú me viste —respondió Hurrem con sinceridad—. Cuando él dejó de hacerlo.

  Hurrem se había dado cuenta del vacío que crecía entre ella y Suleiman mucho antes de que su mirada se posara en Ibrahim. Lo que alguna vez había sido una pasión desbordante se había convertido en un eco distante. El Sultán, ocupado con las demandas del imperio, había comenzado a verla como una pieza más de su corte, y Hurrem, que siempre había brillado con intensidad, sintió que su luz se apagaba en la soledad de su palacio. Fue entonces cuando notó a Ibrahim de una manera que nunca antes lo había hecho.

Ibrahim, siempre a su lado por ser el consejero de Suleiman, tenía una presencia fuerte y reconfortante. Algo en su mirada, en su manera de escucharla si bien eran enemigos el despertó en Hurrem una sensación que había olvidado: la de ser vista, valorada pese a que ambos cada vez que se veían se insultaban ella encontró eso en el que le faltaba

—Me fijé en ti cuando mi matrimonio con la Sultana Hatice comenzó a derrumbarse —dijo Ibrahim, su voz cargada de sinceridad mientras sus ojos se clavaban en los de Hurrem. Estaban en una de las habitaciones más apartadas del palacio, lejos de las miradas indiscretas.

Hurrem lo observó en silencio. Ella sabía del conflicto entre Ibrahim y Hatice, pero no había imaginado que él pudiera hablar de ello con tal franqueza.

—Sigo casado con ella, sí, pero mi corazón ya no le pertenece —continuó Ibrahim, su voz baja, casi como un susurro que solo Hurrem podía oír.

El brillo en sus ojos era inconfundible. Había un deseo profundo, un amor que él ya no podía ni quería ocultar. Hurrem lo miraba fijamente, sintiendo cómo aquellas palabras la hacían sentir viva nuevamente, como si después de tanto tiempo alguien hubiera encontrado las partes de su ser que habían quedado olvidadas.

—Veo en ti una vida que nunca he conocido —dijo Ibrahim, acercándose aún más, sus manos ansiosas por rozar la piel de Hurrem—. Esos ojos, Hurrem... están llenos de mundos que yo quiero descubrir. Cada vez que toco tu cabello rojo, es como sentir el calor del sol en mis manos, y tus labios... son como el más dulce de los manjares.

Ibrahim levantó la mano y la colocó suavemente en la mejilla de Hurrem. Sus dedos recorrieron su piel con delicadeza, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera romper la magia que los envolvía. Hurrem cerró los ojos por un momento, saboreando la sensación, permitiendo que su mano tocara la de él con la misma suavidad. Entonces, se inclinó ligeramente hacia él, hasta que sus labios se encontraron en un beso delicado pero lleno de una pasión contenida durante demasiado tiempo.

Cuando se separaron, ambos permanecieron en silencio por unos segundos, sabiendo que aquel momento cambiaría todo. No podían ignorar lo que sentían, pero tampoco podían olvidar el peligro de lo que estaban haciendo.

Mientras tanto, en otra parte del palacio, Suleiman observaba el cambio en Hurrem con una creciente inquietud. No era un hombre fácil de engañar. Su intuición le había servido durante años como Sultán, y ahora no podía ignorar lo que estaba sucediendo a su alrededor. Cada vez que veía a Hurrem con Ibrahim, notaba algo que antes había pasado desapercibido: las miradas prolongadas, los silencios incómodos, la manera en que Hurrem se comportaba de forma diferente cuando Ibrahim estaba cerca.

Los besos de Hurrem, que alguna vez lo habían llenado de una pasión incontrolable, ahora le parecían vacíos. Sus caricias ya no tenían el mismo fervor, y Suleiman, que siempre había sido orgulloso de su control sobre todo lo que lo rodeaba, comenzaba a sentirse impotente.

—No soy un estúpido... —murmuró Suleiman para sí mismo mientras paseaba por su aposento—. Ella se está distanciando, lo noto.

Los últimos días, Suleiman había estado observando más de cerca los gestos y los cambios en Hurrem. La manera en que esquivaba su mirada, la frialdad en sus palabras, y, sobre todo, la falta de la pasión que antes los unía. Cada vez que intentaba acercarse a ella, sentía una barrera invisible, un muro que no sabía cómo derribar. Y lo que más lo torturaba era la idea de que aquel muro tenía un nombre: Ibrahim.

—Si la pierdo, me volveré loco —se dijo a sí mismo, apretando los puños. La idea de vivir sin Hurrem, sin su amor, era inimaginable. Aunque no quisiera admitirlo, estaba perdiendo control sobre la mujer que alguna vez lo había amado incondicionalmente.

Los pensamientos de Suleiman se volvieron oscuros. Sabía que no podía seguir ignorando lo que sucedía. Sabía que debía enfrentarlo, y pronto. Porque si no lo hacía, corría el riesgo de perderlo todo: su imperio, su autoridad... y, lo más importante, a Hurrem.

solo tu (Hurremxibrahim)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora