AVISO: Este capítulo trata temas como el abuso y el maltrato.
Aún recuerdo los golpes y los gritos. Los gritos, esos nunca se van.
Pom, pom, pom
Alguien golpeaba la puerta con una furia que sacudía las paredes. Sin duda, era él.
– ¡Raina! – su voz, cada vez más fuerte, cortaba el silencio de la casa.
Me levanté de un salto, el corazón palpitando en el pecho, temblorosa mientras abría la puerta. Ahí estaba mi padre, su rostro desencajado, los ojos inyectados de una ira que parecía quemar. No hubo palabras de advertencia, no había necesidad. Me tomó de la muñeca, sus dedos apretando con una fuerza que dolía, arrastrándome sin piedad por el largo pasillo.
Intenté resistirme, pero fue inútil. Mis gritos salieron ahogados, como si algo dentro de mí se quebrara cada vez que alzaba la voz. El llanto pronto me cegó, nublando mi vista mientras intentaba, en vano, liberarme de su agarre. Las criadas estaban allí, observaban en silencio, sus ojos reflejaban una tristeza resignada, pero ninguna de ellas se movió. Sabían, igual que yo, que no podían interferir. Eran testigos de una escena que se repetía con demasiada frecuencia.
– ¡Cállate de una vez! ¡No soporto escucharte más! – me gritó, su voz como un latigazo.
El pasillo se hacía interminable. Las paredes parecían cerrarse a nuestro alrededor, y yo seguía llorando, gritando, incapaz de controlar el miedo que me inundaba. Todo ocurrió en un instante: mi padre, frustrado por mis gritos, tomó un jarrón del aparador y, con un movimiento violento, lo lanzó cerca de mí. Lo vi volar, todo pasó tan rápido. Escuché el crujido de la cerámica al romperse contra la pared. Los fragmentos saltaron en todas direcciones, uno de ellos alcanzándome el rostro, dejándome esa cicatriz que desde entonces me acompaña en la mejilla.
Sentí el ardor antes de notar la sangre. Un frío helado recorrió mi cuerpo, pero no me atreví a decir nada. No había palabras que pudieran aliviar la furia de mi padre en ese momento.
– ¡He dicho que te calles! – su voz resonó una vez más, llena de un desprecio que me atravesó el alma. – ¡Deja de comportarte como una niña malcriada!
Finalmente, llegamos a ese viejo armario que él usaba como castigo. Sin previo aviso, me empujó dentro, con una fuerza que me hizo caer de bruces. Oí el sonido de la llave girando en la cerradura, el clic metálico que sellaba mi destino.
– Te quedarás ahí hasta que aprendas a comportarte – murmuró detrás de la puerta, como si fuera un castigo razonable. – No quiero que me avergüences otra vez, no frente a nuestros invitados. ¿Entendido, Raina?
Y entonces, el silencio. Lo escuché alejarse, sus pasos desapareciendo poco a poco. Me quedé sola, encerrada en la oscuridad, rodeada por la humedad y el frío que siempre emanaba de ese maldito armario. Me acurruqué en una esquina, llorando en silencio, demasiado débil para seguir gritando. Los días pasaron, interminables. No sabía cuánto tiempo había estado allí, solo sabía que nadie vendría por mí. Él se había ido, como siempre, a sus eventos y reuniones, dejándome allí, olvidada.
En la oscuridad, una decisión comenzó a germinar dentro de mí. Ese nombre, Raina, que tanto despreciaba, que él había pronunciado con odio una y otra vez, ya no sería mío. No volvería a ser la niña débil que permitía que la llamaran así, que soportaba los gritos y las humillaciones. Ese día, encerrada en la penumbra, juré que nunca más me sometería a ser llamada por ese nombre. No otra vez.
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Murió una estrella
FantasyImagina: Estás en una unidad de delincuentes. Tu, La Rosa Escarlata, eres la mejor. Un día, tu misión va mal, fallas; Has puesto en peligro a toda esa gente, y ellos no se van a quedar de brazos cruzados. Tendras que esconderte, huir. Serás La Fugit...