Capítulo 14. Dos almas

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Tienes que casarte, casarte, casarte...

Orden amarga desde que nací, destinado para sabrá Dios quién. Me he imaginado el rostro de ella tantas veces, y en ningún escenario me parece digno de contemplar. He crecido rodeado de privilegios que quieren ser la compensación de un destino sin amor real. Soy más que un hombre, quiero ser esa historia más allá del deber. Quiero amar y ser amado. Lo que nunca fui.
Otro en mi lugar, no anhelaría lo que no conoce, pero al parecer siempre he funcionado al revés. Yo suelo agarrarme a la esperanza. Al amor y a su fase más pura. Pero hoy es el día en que eso debería terminar. Hoy, delante de ese altar que supuestamente es la garantía del bienestar de mi nación, conoceré el rostro de mi condena.

Las campanas suenan, anuncian la entrada de la novia. Yo ni siquiera giré hacia atrás. Yo no la estaba esperando. De hecho no sé qué estaba esperando. Quise con todas mis fuerzas salir huyendo pero no me criaron como a un cobarde. Me criaron para asumir responsabilidades y puestos. Dirección, y un trono. Una nación colgando de un hombre que no sabía desprenderse de sus sueños. Y ser mano fuerte, más bien, dar la última gota de sangre de su corazón.

Tuve amantes, varias. Mi etapa más rebelde. Pero ¿quién puede juzgarme si me escapo a las casa de mujeres para tratar de olvidar por un momento que era un condenado? Para llenar vacíos, o tratar de ahogarlos. Tuve una mujer en especial. Marie. Marie, Marie, Marie, cuanto ahora anhelo sus dedos sembrando sueños sobre mi piel. Todo acabó. Nos rompimos el corazón el uno al otro. Y ahí comprendí que algo tan sublime como una promesa no puede hacerse bajo los filtros de las emociones fugaces.

Marie, si tan solo ella fuera quien ahora estuviese llegando a mi encuentro. Levantar su velo, y ver sus ojos azules como el cielo más despejado y tranquilo. Pero no será ella, a quien hoy le haga el amor delante de varios testigos. Llegó alguien, alguien que no me digné a mirar. Ya la odiaba sin conocerla. Ya me negaba a tocarla.

El padre dio la orden, levantó sus manos. Era hora de ver el rostro de mi prisión. Giré a duras penas. Me encontré con una figura joven. No tenía que detallar tanto para darme cuenta que debajo de tanta ropa, había un cuerpo delgado y de curvas jugosas. Su cintura ceñida lo anunciaba. Sus manos, tan blancas que parecían de porcelana muy fina. Sus cabellos, de un color que no había visto nunca. Eran solo unos mechones que se dejaban ver por debajo del velo.
Levanté el velo teniendo cuidado, y jamás le confesaría a nadie que me hallaba ansioso por saber más. Su rostro miraba hacia abajo, pero pude ver en su nariz la existencia de puntitos del mismo color, o muy parecidos a su cabello.

Pecas. Miles de ellas. Pestañas largas y perfectamente esparcidas. Labios carnosos, en una tonalidad rosada pálida natural. Su cabello, ahora podía verlo mejor. Semirecogido y cayéndole en ondas naranjas con destellos dorados.
Quería tanto verla por entero. Hasta que decidió encontrarse conmigo. Una mirada brillante, tan verde como hierba cuando es bañada por el rocío. Todo en un perfecto orden en su rostro. Joder. Era hermosa. Nunca me la imaginé de esta manera.

-¿Soy lo que esperabas, príncipe?

La escuché decir, pero había rabia en ella, una contenida. Vi como sus labios se tensaron y sus ojos huían de los míos. Al parecer, no era el único condenado. Ella no quería estar aquí. El padre nos indica que nos tomemos las manos. Le ofrecí la mía, y ella la tomó sin apenas mirarla. Su contacto, tan cálido como sol de un mediodía en verano. No me percaté que estaba disfrutándolo tanto. Pestañé varias veces, buscando la mirada del padre.

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