Capítulo 16

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El jueves por la noche, después de un arduo día de trabajo, Farah cayó agotada en su cama. Junto a Rhett, se reunió con Ángela Eagles para definir los pasos a seguir en el caso de su padre. Sin embargo, no era simple la situación, por todo lo que implicaba. La policía no estaría contenta. Toda esta situación generaría una serie de investigaciones que pondrían a la ciudad de cabeza. Un asesino andaba suelto. La policía tendría que disculparse y admitir su incompetencia. ¿Aceptarían una paupérrima indemnización o demandarían? ¿Quién era el verdadero responsable de todo lo ocurrido?

Las preguntas rondaron la cabeza de Farah durante todo el día, y ya no daba más. El viernes apuntaba a ser un día similar, mas la promesa de una salida con Rhett y la emoción de convertirse en espía infiltrada, la entusiasmaba.

La puerta de su departamento sonó, y al abrir, encontró a Duncan de pie frente a ella. Extrañamente, traía rosas de nuevo, mas esta vez eran negras como sus recuerdos con él.

Farah quiso cerrar la puerta de golpe, lo pensó, pero no pudo moverse ni hacerlo.

Duncan entró a la casa y miró a su alrededor.

—Vengo a llevarme a mi hijo —afirmó, altivo—. No puedes negármelo. Tengo mis derechos y solo quiero conocerlo, llevarlo al parque.

—¡No! —gritó Farah, enfática. Sus más grandes temores parecían reunirse en ese mismo lugar y momento—. Basti ni siquiera te conoce. ¿Cómo crees que se irá contigo al parque como si nada?

Ella volteaba a mirar, ansiosa de que Sebastián no saliera. Al parecer no estaba en casa, y ella nunca supo cuándo se fue con su nanita.

—Además, no está...

—Entonces... ¿Estamos solos? —Duncan ladeó una pícara sonrisa.

—No, no está sola —dijo Rhett, saliendo de su habitación.

Farah no podía estar más extrañada, porque en tanto hablaba, el Espartaco quitó de su cabeza una gálea romana que lo protegía. Llevaba esa túnica de lana roja, típica de un soldado de la antigua Roma, y una espada que pendía de un télamo de cuero.

Rhett arregló algo en su entrepierna, incomodado con la extraña ropa que usaba y, cruzado de brazos, ordenó:

—Farah... Entra a la habitación, y hazlo ya.

Ella no se movió.

El Espartaco se acercó a ella y la tomó por el cuello con la mano en forma de garra. Farah se aferró a su muñeca.

—¿Qué haces, Rhett? ¿Estás loco?

—Te dije que no abrieras la puerta. Te di una orden simple, mujer, pero tú quieres hacer lo que te da la gana, y eso no lo permitiré.

Duncan se acercó a él, mas en tanto sostenía a Farah, Rhett desenvainó su espada y la apuntó hacia su contrincante.

—Ni se te ocurra moverte o te degüello, idiota. ¡Sal ya de aquí! —miró a Farah y comentó con una maliciosa sonrisa—. Tengo que enseñarle a mi mujer a obedecer.

Rhett cerró la puerta de la habitación tras él, aún sostenía a Farah, y de un buen empujón la lanzó a la cama. Duncan no volvió a aparecer.

Esto es un sueño, meditó ella y sonrió.

—¿De qué te ríes? —preguntó el Espartaco, enojado, en tanto se desvestía.

—De nada, amor —replicó Farah—. Sí, me he portado muy mal y merezco el castigo que quieras darme.

Al fin, Rhett esbozó esa bonita sonrisa que tenía. Levantó a Farah de la cama, tomándola por la cintura y la apretó contra él. No dijo nada más y, luego de tomarla por el cuello, se acercó para besarla.

Entre ceja y cejaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora