09. El silencio

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George había empezado a sentir que la vida pasaba frente a él como una película en la que él no participaba. Las cosas en casa con Pattie se habían vuelto tensas, no por peleas o discusiones, sino por el silencio.

George no la trataba mal, pero la ignoraba como si fuera una sombra en su vida, y en las últimas semanas, había dejado de pasar tiempo en casa, evitando incluso la simple compañía de ella.

Pattie sentía que el silencio en su hogar era casi tangible, una densa niebla que se extendía por cada rincón de la casa. Los únicos sonidos eran los pasos apagados de George por el pasillo, el chasquido del encendedor al encender un cigarrillo y el ocasional tintineo de los cubiertos al rozar los platos.

Cada uno de esos sonidos parecía subrayar la distancia entre ellos, y para Pattie, eran recordatorios de todo lo que ya no compartían.

Hubiera preferido una discusión, una respuesta, una emoción, algo que le confirmara que, al menos, seguía siendo importante para él.

Pero George no hacía nada, ni siquiera reaccionaba. Solo encendía otro cigarrillo, se giraba y desaparecía, dejando tras de sí el humo y ese silencio asfixiante.

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Al llegar, George caminó hacia el pasillo familiar y se preparaba para entrar al consultorio de Sarah cuando una enfermera lo interceptó rápidamente.

—Disculpe, ¿adónde se dirige?—preguntó la enfermera con una mirada de preocupación.

—Voy al consultorio de la doctora Sarah Nichols—contestó él, extrañado por la intervención.

La enfermera le dirigió una mirada compasiva antes de responder.

—Sarah no ha venido en dos semanas, está enferma. Pensé que sus pacientes ya estaban al tanto—dijo, mientras él fruncía el ceño, visiblemente confundido.

—¿Enferma?—George repitió, casi en un susurro, asimilando lo que acababa de escuchar.

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Después de salir del consultorio, George se subió al coche y, sin pensarlo demasiado, condujo hacia la casa de Richard.

Necesitaba hablar con alguien, escapar de ese vacío y tal vez encontrar un poco de claridad en una conversación.

Al llegar, estacionó frente a la casa y fue entonces cuando vio, a lo lejos, una escena que le resultó incómodamente familiar: Richard y Maureen estaban en plena discusión en el jardín.

Aunque estaba demasiado lejos para escuchar las palabras exactas, el tono y los gestos decían mucho.

Maureen sostenía unas maletas, y su expresión de dolor y rabia era evidente incluso desde la distancia.

Finalmente, después de un último intercambio de palabras, ella se alejó con la cabeza en alto y subió a un taxi, mientras Richard cerraba la puerta con fuerza, visiblemente afectado.

George dudó por un momento. No estaba seguro si debía molestar a Richard en ese momento, pero necesitaba hablar con alguien que pudiera entenderlo, así que respiró hondo, salió del coche y caminó hacia la puerta. Tocó el timbre y, casi al instante, Richard abrió la puerta con un grito que aún llevaba la carga de la pelea que acababa de tener.

—¡Te dije que…!—empezó a decir Richard con el rostro encendido, sin darse cuenta de quién estaba en la puerta.

Al ver a George, su expresión cambió. Sus hombros se relajaron y su mirada perdió parte de esa dureza. Richard suspiró profundamente, como si de repente se diera cuenta de que podía bajar la guardia.

—Oh… Georgie, lo siento—murmuró, abriéndole la puerta—. Pasa, amigo.

George entró en silencio, observando de reojo el desorden que la discusión había dejado en el salón.

Se sentaron, cada uno en silencio por un momento, sin saber bien cómo empezar. Richard, con los ojos cansados y la expresión aún tensa, tomó una botella de whisky y dos vasos, como si supiera que ambos necesitarían algo de valor para la conversación que vendría.

Después de unos instantes, Richard rompió el silencio.

—¿Qué te trae por aquí?—preguntó, su voz era suave pero teñida de un dolor que George entendía bien.

George lo miró, notando el reflejo de su propia soledad en el rostro de su amigo, y comenzó a hablar.

—Quería pasar un tiempo contigo, simplemente eso.

Esperaba que Richard, a pesar de todo, pudiera entender lo que realmente estaba pidiendo: un espacio para hablar, para liberarse de todo el peso que había cargado en silencio.

Pero Richard, claramente aún atrapado en la tensión de su propia pelea con Maureen, negó de inmediato con la cabeza y suspiró profundamente.

—George, lo siento, pero ahora no puedo, tengo la cabeza hecha un lío—dijo Richard, tratando de sonar calmado aunque sus palabras tenían un filo cortante. Se pasó la mano por el rostro, cansado, como si hasta el esfuerzo de hablar le pesara—. Quizá te llame más tarde, ¿vale?

La frialdad de la respuesta fue un golpe inesperado. George tragó en seco, sintiendo el vacío de otro rechazo más, como si, en el fondo, no quedara ningún lugar al que acudir.

Pero no discutió; conocía a Richard lo suficiente para saber que presionarlo no ayudaría. Así que solo asintió, con una pequeña sonrisa de resignación en los labios.

—Claro, Ringo, no te preocupes—respondió George, manteniendo la voz serena.

Se despidieron con un gesto breve, y George volvió al coche. Mientras encendía el motor, pensó en cómo, poco a poco, hasta las personas más cercanas parecían volverse inalcanzables.

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Cuando George llegó a casa, lo primero que vio fue a Pattie y a Eric en el salón, conversando de manera cercana. No estaba enojado, pero una especie de ironía amarga lo llevó a hacer un comentario en voz baja:

—Sí van a coger, me quedaré a esperar afuera—bromeó con una sonrisa que apenas se dibujó en sus labios.

Pattie lo miró sorprendida y, por un instante, en sus ojos se reflejó algo que parecía ser una súplica.

Algo en su expresión lo detuvo, y con un suspiro, ella lo invitó a sentarse.

—Por favor, George, siéntate con nosotros—dijo, con una suavidad que lo tomó desprevenido.

George miró a ambos en silencio, notando la tensión que de pronto llenaba el ambiente.

Se sentó, tratando de controlar las emociones que se arremolinaban en su interior. Había estado tan desconectado durante tanto tiempo que, en ese momento, el peso de todas las palabras no dichas se hacía casi insoportable.

Sin dejar que Pattie hablara, respiró hondo y, con una voz firme pero calmada, dijo:

—Quiero el divorcio, Pattie.

Lamb | Starrison.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora