02. Mamá

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En una sala iluminada por la suave luz de una lámpara, George estaba sentado en el sillón de cuero marrón.

El ambiente era acogedor, cálido, pero su mente no se encontraba allí. Frente a él, su terapeuta, Sarah, hablaba en un tono sereno, intentando guiarlo hacia las profundidades de sus pensamientos.

—George, creo que hemos hecho un progreso considerable, pero aún hay algo que parece estar frenándote. Algo más profundo—dijo Sarah, entrelazando los dedos sobre su cuaderno.

Pero George no la escuchaba. Sus ojos, aunque abiertos, estaban fijos en un punto indeterminado de la pared.

Su mente, en cambio, vagaba hacia un recuerdo borroso, una escena que había intentado bloquear durante años. El día que su madre se fue para siempre.

Tenía solo 14 años. Recordaba fragmentos: el sonido del teléfono al sonar, el rostro pálido de su padre al recibir la noticia, y después, el vacío.

No podía recordar los detalles precisos, pero lo que sí sentía, lo que aún vibraba en su pecho, era el eco de su propio grito de angustia.

Un sonido lejano, como si lo estuviera escuchando desde otro lugar, como un eco interminable que rebotaba en las paredes de su mente.

—George... —La voz de Sarah rompió el silencio, cortando el hilo de sus pensamientos.

Él parpadeó, desconcertado. La terapeuta lo miraba con expresión de preocupación.

—¿Estás aquí?—preguntó suavemente, inclinándose un poco hacia él.

George la miró durante unos segundos, aún confuso, como si acabara de despertarse de un sueño profundo.

Luego, sin decir una palabra, se inclinó hacia delante y tomó su chaqueta que estaba doblada en el brazo del sillón.

—George, por favor, hablemos de esto. No tienes que hacerlo solo—insistió Sarah con suavidad.

Él, sin embargo, ya se había levantado. Se puso la chaqueta y dirigió una última mirada a la terapeuta, pero no dijo nada. Había algo más allá en su mente, algo que todavía no estaba listo para enfrentar.

Sin decir adiós, salió de la habitación, dejando a Sarah preocupada, mirando la puerta cerrarse lentamente detrás de él.

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Cuando George llegó a casa, el silencio lo envolvió de inmediato. Pattie no estaba. Por un momento, suspiró con alivio, agradecido por la soledad.

Cerró la puerta detrás de él y caminó rápidamente hacia las escaleras, subiendo con prisa, como si hubiera algo allí que lo llamara.

Entró al baño, el lugar donde siempre encontraba un espacio para refugiarse de su propia mente. Sin pensarlo demasiado, comenzó a quitarse la ropa, cada prenda cayendo al suelo con descuido.

Una vez desnudo, se metió en la tina llena de agua tibia, esperando que el calor calmara la inquietud que sentía por dentro. Pero no fue así.

De repente, empezó a sentir una picazón intensa en su piel. Al principio fue suave, apenas una molestia, pero pronto se intensificó.

Se rascó el brazo, luego el pecho, desesperado por calmar la sensación, pero la picazón solo empeoraba. Sus uñas rasgaron su piel, trazando líneas rojas en su carne.

La sangre empezó a surgir en pequeñas gotas, pero eso no lo detuvo. Se rascaba más fuerte, con furia, intentando arrancarse de encima esa sensación insoportable, esa comezón que parecía venir desde el fondo de su ser.

Sin importar cuánto lo intentara, no lograba aliviarse.

La comezón no era solo física; era algo más profundo, algo que no podía rascarse ni calmar con un baño.

Era su mente, su alma, ese peso que llevaba desde los 14 años, esa pérdida que nunca había sabido enfrentar del todo.

Las paredes del baño se sentían más estrechas, y el agua de la tina ya no era reconfortante, sino sofocante.

Estaba atrapado en ese espacio, en su propio cuerpo, en su propio pasado.

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George, con las manos temblorosas y el corazón latiendo rápidamente, se dirigió a un mueble en el rincón de la habitación.

Abrirlo era un acto casi mecánico, uno que había repetido muchas veces antes. Dentro, había una pequeña caja de madera.

Con un movimiento cuidadoso pero desesperado, la abrió, revelando una bolsita transparente con pastillas pequeñas en su interior.

Sabía lo que esas pastillas podían hacerle, cómo lo arrastraban a un abismo de alucinaciones, a veces incluso provocándole convulsiones.

Pero en ese momento, la idea de escapar, aunque fuera por unas horas, parecía ser la única opción.

Tomó una pastilla, cerró los ojos por un momento y luego se dejó caer en el sofá.

Esperó, sintiendo cómo el efecto comenzaba a hacer mella en su mente. La realidad empezó a desdibujarse, las sombras en la habitación comenzaron a moverse, y las paredes parecían respirar.

Pero él no se resistió. Sabía que estaba entrando en territorio peligroso, que esta no era la salida que necesitaba, pero tampoco veía otra.

Era como si todo lo que llevaba dentro estuviera colapsando y la única forma de soportarlo era anestesiándose.

Las horas pasaron sin que se diera cuenta. George ya no estaba realmente consciente de su entorno, perdido en un mundo de imágenes fragmentadas y sonidos distorsionados.

Sentía la picazón nuevamente, pero esta vez era más profunda, como si fuera su alma la que se rascaba, tratando de salir de su cuerpo.

Los ecos de su grito adolescente volvieron a su mente, resonando en cada rincón de su conciencia.

De repente, escuchó el sonido de la puerta abriéndose.

Pattie había llegado.

Cuando lo vio, casi en el suelo, con el cuerpo retorcido sobre el sofá y los ojos dilatados por las drogas, su corazón se hundió.

Sabía exactamente lo que había pasado. No era la primera vez que lo encontraba así, pero eso no lo hacía más fácil.

—George… —susurró con voz suave mientras se acercaba a él. Se arrodilló a su lado y, con cuidado, acarició su mejilla.

George, con la mirada perdida en un punto distante, seguía atrapado en su propio mundo, sin poder regresar.

A pesar de eso, sus labios se movieron apenas, y en un susurro suave, como si hablara con alguien que ya no estaba allí, dijo:

—Mamá… estoy cansado.

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Lamb | Starrison.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora