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Las olas rompían contra el puerto de la ciudad en una sinfonía constante, acompañadas por el canto de las aves marinas y el bullicio de los comerciantes que llenaban las calles adoquinadas. Panamá miraba el horizonte desde el balcón del edificio principal, donde los enviados de la Corona solían reunirse para planificar sus expediciones y controlar las operaciones comerciales. Su mente estaba a kilómetros de distancia, perdida entre recuerdos y deseos reprimidos.

España estaba en la ciudad. Había llegado temprano esa mañana en uno de sus barcos, como solía hacer, sin previo aviso, pero con la pompa y autoridad que lo caracterizaban. Para Panamá, su llegada siempre significaba lo mismo: días de tensión, de esfuerzo por ser el "buen omega" que se esperaba de él, y la constante lucha interna por ocultar lo que realmente sentía.

El joven país aún estaba bajo el dominio del imperio español, una colonia que apenas comenzaba a soñar con la independencia. Pero aquellos sueños parecían lejanos, especialmente cuando España estaba cerca. No porque no quisiera liberarse, sino porque su corazón no podía desligarse de quien lo mantenía encadenado.

El sonido de botas resonó en el corredor detrás de él, y Panamá supo al instante de quién se trataba. La presencia de España era imposible de ignorar, como si el aire mismo se volviera más denso a su alrededor.

"Ah, aquí estás," dijo España, su voz grave y firme. "¿Es así como saludas a tu superior, mirando el mar como si no tuvieras deberes?"

Panamá apretó los labios antes de girarse para enfrentarlo. El alfa estaba impecablemente vestido, con su uniforme rojo y dorado que brillaba bajo el sol. Su postura era la de alguien acostumbrado a ser obedecido, y sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían atravesar a Panamá con facilidad.

"Buenos días, España," respondió Panamá, intentando mantener la compostura. "Solo estaba asegurándome de que todo estuviera en orden antes de que bajaras al puerto."

España soltó una leve risa, una mezcla de burla y aprobación. "Eres un buen omega, siempre tan atento. Pero no olvides que no basta con hacer las cosas bien; también tienes que demostrar que puedes hacerlo con orgullo."

Panamá sintió un calor subir a su rostro, no por las palabras en sí, sino por el tono condescendiente con el que las dijo. Quería responder, defenderse, pero sabía que cualquier intento de desafiar a España terminaría con una reprimenda.

"Entendido," dijo en voz baja, mirando hacia el suelo.

España dio un paso hacia él, acortando la distancia entre ambos. Panamá sintió el calor del alfa, la fuerza de su presencia que parecía envolverlo por completo. Levantó la barbilla con un dedo, obligándolo a mirarlo a los ojos.

"¿Por qué siempre evitas mi mirada?" preguntó España, su tono ahora más suave, casi curioso. "¿Es miedo... o algo más?"

Panamá se tensó, intentando apartar el rostro, pero el agarre de España era firme. No sabía cómo responder, porque no podía admitir la verdad. No podía confesar que cada vez que lo miraba, su corazón latía desbocado y su mente se llenaba de pensamientos que no debería tener.

"Solo... respeto," dijo finalmente, aunque sabía que España no se lo creería.

El alfa sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Finalmente, lo soltó y dio un paso atrás. "Respeto, claro. Eso es lo que siempre dices."

Antes de que Panamá pudiera responder, España se giró hacia el corredor. "Acompáñame. Hay mucho que discutir sobre el comercio y tus responsabilidades."

Panamá asintió y lo siguió, intentando calmar las emociones que bullían dentro de él. Cada vez que España estaba cerca, se sentía como una cuerda tirante, a punto de romperse. Sabía que no debía sentir lo que sentía, pero era como si su corazón y su instinto no le dieran otra opción.

La corona en el istmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora