II

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Los primeros días transcurrieron entre charlas y confidencias, y mi esposo disfrutaba de ver cómo habíamos llegado a congeniar a pesar de habernos conocido hacía tan poco tiempo.

A pesar de llevarme siempre muy bien con mis parientes políticos, él temía que la falta de experiencias en común entorpeciera la relación. Pero habíamos descubierto un punto de encuentro, algo que a las dos nos apasionaba: nuestro trabajo.

La arquitectura y la decoración siempre se llevaron bien, son el complemento perfecto para hacer del confort del hombre una obra de arte y convertir la rutina en una experiencia placentera. Las mañanas eran nuestras horas libres, y solíamos pasar muchas de ellas consultándonos ideas y proyectos antes de salir hacia nuestros trabajos, mientras el reloj sumaba cada vez más golpes a sus campanadas.

Todo comenzó aquella noche de la semana siguiente, cuando las campanadas del reloj comenzaron a sonar inesperadamente y me arrancaron violentamente de mi sueño. Entonces me di cuenta de que había olvidado anularlas como lo hacía todas la noches, justamente para no tener que pasar por esto.

Fastidiada conmigo misma por mi desmemoria, me levanté casi sin esfuerzo, para callar esos sonidos que en esas circunstancias se habían convertido en un ruido insoportable.

Y entonces la vi.

Restablecido el silencio de la noche, me dirigía nuevamente a mi cama, cuando al pasar cerca de su dormitorio escuché unos suaves gemidos que despertaron mi preocupación. Entonces, ingenuamente, me dirigí hacia su alcoba para despertarla de lo que yo imaginaba era su pesadilla; pero cuando me asomé a su puerta entreabierta me di cuenta de que, para mi suerte, me había equivocado. Y presencié la escena más hermosa jamás imaginada, que cambió mi vida para siempre.

Ella estaba recostada en su cama con los ojos cerrados, y con sus gráciles manos recorría lentamente todo su cuerpo, apretando y arrugando la seda de su camisón violeta, que poco a poco iba descubriendo esos pechos, tan apetecibles como sus carnosos labios color rubí.

La luna, desde la ventana, bañaba caprichosamente su blanca piel y en la oscuridad de la noche, transformaba las contorsiones de ese agitado cuerpo en un mágico y maravilloso juego de luces y sombras.

Mi corazón no hacía más que latir como un caballo desbocado, y sin entender lo que me pasaba, la necesidad de mirar se volvió imperiosa.

Comencé a desearla cuando la vi jugar con su coño ardiente y mojado. Abrió sus piernas y sus jugos brillaron como finos ríos de plata ante el resplandor de la luna; ríos que iban a morir a un mar que yo imaginaba dulce y tormentoso, agitado por las olas de sus dedos que se hundían en él inquietos y desesperados, como buscando un tesoro perdido.

Y el tesoro fue encontrado. Lo supe cuando la escuché gemir y jadear y retorcerse con la desesperación de un condenado a muerte, mientras sus entrañas se aferraban espasmódicamente a ese improvisado barco que ella hizo naufragar en sus profundidades, socavando los confines de su ser.

Y después de la tormenta, llega la calma. Las olas se aquietan y devuelven los despojos a la playa. Se dejó volar unos segundos exhalando un largo y suave suspiro de placer y, con la satisfacción dibujada en sus ojos, giró su rostro hacia la puerta, me miró con una sonrisa cómplice y se entregó a esa lasitud que trae al sueño.

El espectáculo de luces y sombras había terminado, y la luna contorneaba su figura mientras dejaba al desnudo entre sus curvas los sinuosos caminos del placer.

Y yo, desconcertada, me fui a dormir aunque no estaba segura si podría.

Mi Cuñada BeckyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora