XXI.

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Crowley despertó aturdido en un lugar que reconoció de inmediato: las cavernas del infierno. El aire pesado y ardiente lo rodeaba mientras las llamas danzaban en las sombras. Lo habían encadenado a una silla de piedra, y frente a él estaba Beltzebú, con los brazos cruzados y una expresión de absoluta desaprobación.

—Espero que hayas disfrutado tus siglos de libertad, Crowley, porque ahora tendrás mucho tiempo para reflexionar sobre tus actos —dijo Beltzebú con una sonrisa afilada.

Crowley intentó replicar, pero antes de que pudiera abrir la boca, Beltzebú continuó:

—Tu castigo será simple: trabajarás aquí, en las filas bajas. Nada de misiones en la Tierra, nada de libertad. Solo trabajo. Y no intentes escapar; las barreras están selladas.

Antes de que pudiera protestar, lo llevaron a una enorme sala llena de mesas y documentos. Montones de pergaminos y papeles infernales se apilaban hasta el techo. Allí se procesaban las almas que llegaban al infierno, y era evidente que lo habían asignado a ese tedioso trabajo.

—Esto es un chiste, ¿verdad? —dijo Crowley, mirando las pilas de documentos.

Un demonio encargado del lugar lo miró con una sonrisa sardónica.

—No, querido Crowley. Esto es tu nueva realidad. Ahora, ponte a trabajar.

Crowley suspiró, resignado. Sabía que escapar sería casi imposible con las barreras y la vigilancia constante. Pero mientras sus manos trabajaban mecánicamente, su mente seguía fija en un solo objetivo: encontrar a Aziraphel.

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Aziraphel estaba sentado en un escritorio amplio y frío, dentro de la enorme casa de su tío Metatron. La residencia era impecable, llena de muebles antiguos y cuadros que parecían mirarlo con juicio. La luz del sol apenas lograba filtrarse a través de las gruesas cortinas.

Metatron era estricto con todo: horarios, modales, incluso con la forma en que Aziraphel debía respirar. Desde que había llegado, su vida se había reducido a un conjunto interminable de reglas.

—Levántate derecho. No comas tan lento. Termina tu tarea antes de que el reloj marque la hora —eran solo algunas de las órdenes que Metatron le daba a diario.

Aziraphel intentaba obedecer. Sabía que si no lo hacía, su tío lo reprendería severamente, como lo había hecho antes. Una de las formas en que Metatron lo disciplinaba era golpeando las manos de Aziraphel hasta que quedarán rojas.

Esa tarde, Aziraphel estaba en la mesa del comedor, intentando terminar un plato que su tío había preparado específicamente para él.

—Comerás todo. No quiero excusas —dijo Metatron, observándolo desde la cabecera de la mesa.

Aziraphel asintió, aunque ya estaba lleno. Sabía que no había margen para protestar. Sin embargo, al intentar obedecer, su torpeza lo traicionó: un cubierto cayó al suelo con un sonido metálico que resonó por toda la sala.

Metatron se levantó lentamente, y Aziraphel sintió cómo su corazón se encogía.

—¿Es que no puedes hacer nada bien? —dijo Metatron, con una calma que era más aterradora que un grito, mientras sacaba de su bolsillo izquierdo una pequeña regla.

—Lo siento, tío —respondió Aziraphel, bajando la mirada asustado.

—Tus manos.

Aziraphel obedeció, con los ojos llenos de lágrimas que trató de ocultar. Metatron sin pestañear golpeó una vez las manos del peliblanco, haciendo que esté hiciera una mueca de dolor, lágrimas corrieron por sus mejillas y después de varios golpes, Metatron volvió a su lugar.

—Espero lo hagas bien está vez— menciono mientras retomaba su comida.

Cada vez que algo así sucedía, la esperanza de Aziraphel se debilitaba un poco más. Sin embargo, había una pequeña chispa en su corazón que no se apagaba.

Cada noche, antes de dormir, pensaba en Crowley. En su risa, en sus bromas y en la forma en que siempre lo miraba como si fuera la única cosa que importara en el universo. Esa chispa era lo único que le daba fuerzas para seguir adelante.

—Algún día —murmuró para sí mismo, mientras se acostaba en la cama—. Algún día todo esto cambiará.

Are you happy now? [GoodOmens] [Crowley x Aziraphel]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora