Isidoro.
16 años.
Hombre.Todos creían que él estaba mal.
Pues estaba peor que eso.
¿Ser homosexual era considerado una enfermedad, un trastorno?
El pensamiento de los demás era el enfermizo.
Pero su cuerpo estaba deshecho.
Una depresión tan grande,
que le hacía agonizar sin uso de drogas,
sin razón de morir.
Vivía los días muerto.
Caminaba por los pasillos cansado.
"¿Tan mal estoy?" Se preguntaba por la mañana.
"¿Soy suficiente?" Cortaba sus piernas por la tarde.
"¿Por qué no estoy conforme?" Recopilaba un montón de pastillas robadas en su palma.
Eso era.
Una recopilación de todo.
Se sentía tan sólo,
a veces le daban crisis de pánico,
gritaba en silencio.
Esa no era la vida que hubiera escogido.
Inyectaba a sus brazos heroína antes de entrar a la clínica mental.
Buscaba forma digna de escapar de su alma.
¡Estoy cansado!
Se gritaba por las noches.
Escondía su cuerpo bajo la cama,
no tenía pasado.
Estaba borrado.
Aquel accidente a sus diez años no ha podido recuperar sus recuerdos.
Se sentía abandonado por si mismo.
"¿Y ahora qué?"
Preguntaba a su silueta a la luz de la luna,
mientras sus brazos sangraban,
mientras las pastillas hacían efecto,
mientras las voces susurraban y desaparecían en su nuca.
No quería dormir,
todo era una pesadilla.
No quería comer,
su mente lo corrompía.
No quería hablar,
o sus ojos llorarían.
No quería bailar,
se burlarían.
No quería respirar,
ya le aburría.
Su vida se acortaba un segundo por cada minuto que pasaba. Pero él deseaba que fueran horas las que se retaran.
¿Tenía alguna razón para sufrir así?
Pues no.
Y esa era la peor explicación,
no había una razón externa por doler.
Toso estaba en su mente.
Y la mente puede matar.