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Aradnia.
18 años.
Mujer.

Era esclava de sus impotencias,

en su casa recopilaba basura.

Pero en su habitación recopilaba errores,

era arrastrada por la gula,

y el baño la acompañaba para saciar la tortura.

Su bulimia se extendió cuatro años.

Ya no era necesario meter los dedos en su garganta.

Coleccionaba los envases de todo lo que comía.

Todo el mundo la llamaba gorda,

más gorda era su ambición por poder construir un mundo diferente.

Su sonrisa era infinita,

sus dientes estaban malgastados.

Sus nudillos estaban tan callosos como su cabeza.

Tenía tantas ideas,

sólo hablaba incoherencias.

Tenía tantas ganas de gritar,

que reía sin parar.

La euforia podía hacerse presente en su pálida piel,

cuando todo el mundo dormía,

ella lloraba a carcajadas.

Nunca se cansaba.

Era anestesiada con lástima,

y una tarde corriendo de la inyección,

su rubio cabello chocó su rostro,

su alma se detuvo frente a él.

Richard.

En muchos de sus paseos nocturnos lo observó por la ventanilla.

Sonreía sin parar cuando se sentaba solo al rincón del pabellón.

No comprendía cómo su corazón latía tan fuerte con un alma tan perdida como la suya.

No sabía si reír o sonreír cuando no la miraba.

No sabía hacia dónde iba su vida, hasta que lo vio.

Nunca sabía nada, se cansaba una vez al día

cuando su brazo no daba más entre tantas arcadas.

Otro paseo nocturno la encaminaba a la habitación de su amado,

a la sala de castigos fue enviada.

La vida dentro de la clínica era muy monótona como para la gama de colores que era Aradnia.

Como siempre,

se escabulló en el silencio

cuando vio que Richard se dirigía hacia su lugar favorito.

El baño.

A veces la luz la atormentaba,

a veces la oscuridad la hacía brillar.

Sus pasos se congelaban,

con alegría se callaba,

hasta que a la puerta pudo llegar.

No estaba cerrada,

a medio mirar pudo espiar.

Richard ya no vivía,

el río de sangre hizo sus pies empapar.

Ridículo. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora