La Aldea

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Estaba por terminar el alba cuando despertó en una aldea medieval. Unos niños de seis o siete años estaban jugando cerca de él. Les preguntaba dónde estaba pero sólo se reían de él. Al menos tenía la certeza de que ya no estaba en lo que parecía ser el infierno, pero se lamentaba de no poder haber disfrutado más la caída.

Cuando estaba ya arto de los niños, vio pasar a una mujer. Cargaba un bebé y estaba embarazada. Fue corriendo hacia ella y desesperado le preguntó dónde estaba y qué año era, pero no recibió respuesta, pero pudo ver en sus ojos que ella no lo veía. En ese momento, entró en pánico. Golpeaba puerta por puerta, le hablaba a cualquier persona que veía, pero nadie contestaba. Se arrodilló sin esperanzas en el piso y empezó a llorar. Estaba casi dado por vencido. Deseaba no estar vivo.

Ya estaba atemorizado cuando se le ocurrió darse vuelta. Estaban las grietas de nuevo. Otra vez se echó a correr. En un momento, vió una puerta muy parecida a las de la habitación de la alfombra roja. La abrió, y pudo entrar. Nunca se había alegrado tanto de abrir una puerta. Se encontró con la sala alfombrada. Donde estaban las puertas. Podía estar tranquilo que allí nunca iba a pasarle nada, estaba solo. Es mejor estar solo que mal acompañado. Esa era la mejor frase en la que podría pensar en esos momentos. Sin embargo, era cuestión de tiempo para que el temor natural del hombre, la soledad, invada su cerebro. Se encontraba en un acertijo: Enfrentarse a lo que esté en cualquiera de las puertas que no había explorado, o estar solo por el resto de su vida en el lugar. (La sed y el hambre por alguna razón no existían en la habitación ni en el interior de las puertas, aunque Paul no lo sabía)

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