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FUEGO Y SANGRE ACTO II: MAREAS TORMENTOSAS
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CAPÍTULO LVII: La dicha de la paternidad
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INCLUSO LAENOR lamentó la partida de Otto Hightower. En más de un momento, habría dado no poca cosa por ver a la antigua Mano del Rey contemplando el salón del trono colmado de nobles, congregados para rendir homenaje a los recién nacidos príncipes.
Viserys ocupaba el Trono de Hierro en todo su esplendor, ataviado con el ropaje regio de un rey. Sobre su cabellera pálida reposaba la corona bruñida, reluciente como el oro al sol; un manto de terciopelo negro, pesado como la memoria de su dinastía, le cubría los hombros, bordado con dragones carmesí que parecían moverse con cada respiro. Al cinto colgaba la legendaria espada Fuegoscuro, como una sombra antigua siempre al alcance de su dueño. A sus pies, sentada en una silla alta, ornamentada como si de un trono menor se tratase, estaba Rhaenyra.
Aunque su cuerpo aún no se reponía del parto y el leve abultamiento de su vientre era visible bajo el vestido, aquello no restaba ni un ápice a su porte. Llevaba un atuendo de azul zafiro, ricamente bordado en hilos de oro y piedras de rubí. Su cabello plateado, suelto y resplandeciente, caía sobre sus hombros como un río de luz, coronado por un aro de oro adornado con perlas y diamantes blancos. Pero no era la riqueza del vestido ni el fulgor de las joyas lo que hacía de Rhaenyra una visión imposible de ignorar. Era la felicidad dibujada en sus facciones lo que la volvía radiante. Laenor lo supo al mirarla. Él también era feliz.
