XI

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A los once años de edad, el instituto era casi una broma. Sin actividades académicas que significaran un reto para mí, el equipo de fútbol se convirtió rápidamente en mi prioridad. Y la de Ray, también.

Mi cabello era más corto en aquel entonces. Mi madre siempre decía que así tenía más parecido a mi padre. Al principio me costaba verlo, pero aprendí a darme cuenta. En el color de piel, en la forma que tomaba mi nariz, facciones. Todo igual a mi padre.

Recuerdo que iba camino a casa, la antigua, a la que nos habíamos mudado poco después de que naciera Lana. Era una casa de ensueño, por lo menos para mí: tenía un jardín espacioso donde podía tontear con el balón como quisiera, una sala enorme, ventanales amplios que dejaban que entrara mucha luz natural, techos altos, área para las visitas, un porche adornado con flores que mi madre cuidaba.

Mi madre no trabajaba tanto. Cubría su turno y siempre se negaba a trabajar horas extra. Era feliz en su empresa, pero no se sobre-exigía. No lo necesitaba. Mi padre, un contador bien posicionado, ganaba más que suficiente para proveernos con lo necesario y más.

Cenábamos juntos. Eso lo tengo muy presente. Ahora, no puedo siquiera recordar a qué saben las comidas preparadas por mi madre.

Era tarde. No tenía reloj, pero adivinaba, por el color del cielo, que serían pasadas las cinco. Mi madre acabaría de salir de trabajar. Lana estaría con sus amigas de nuestra calle. Papá estaría en la oficina. Pensé en andar por ahí hasta que se hicieran las siete para llegar a casa justo a la hora de la cena, y dar el gran anuncio. En mi mente, idealizaba el momento. Entraría y todos estarían allí. Preguntarían por qué llegaba tan tarde. Y yo contestaría: "¡Soy titular del equipo de fútbol!".

Se alegrarían por mí. Mi madre me abrazaría y me felicitaría. Lana probablemente no entendería muy bien, pero igual estaría feliz. Y mi padre se pararía y me diría que estaba orgulloso de mí.

Está de más decir que nada de eso ocurrió.

Había terminado deambulando por el centro, caminando a paso lento junto a las vitrinas de los establecimientos. Si eran tiendas, veía lo que sea que vendieran, jugando a adivinar el precio, pensando que mi padre, el contador, sería un experto en eso. Si eran restaurantes, observaba a la gente hasta que volteaban hacia mí, y luego corría, apenado y divertido.

Al pasar junto a un restaurante de mariscos, reparé en un rostro familiar. Esa vez me detuve a observar, no por juego, sino por verdadera confusión.

No me explicaba por qué mi padre habría salido del trabajo tan temprano. O por qué estaba cenando fuera de casa.

Cuando se inclinó sobre la mesa para besar a la mujer con quien estaba, sentí que mis piernas se congelaban y que no podría moverme. No había puesto atención en la acompañante. Solo la vi desde atrás, pensando que su cabello no se parecía en nada al rubio oscuro de mamá. Era negro azabache. Su piel era más clara, parecida a la mía, parecida a la de mi padre.

Solo pude moverme luego de que el beso parara. Estaba abrumado, sin saber bien qué hacer, qué pensar, qué decir cuando viera a papá.

¿Llegaría papá a casa?

¿Por qué engañaba a mamá?

¿Es que papá y mamá ya no querían estar juntos?

Podrían divorciarse. Algunos de mis compañeros tenían padres divorciados. Era posible. Pero, ¿qué pasaría con Lana y conmigo?

En retrospectiva, creo que esa fue la primera vez que me sofoqué en mis propios pensamientos. Trazando una posibilidad tras otra, llegué a casa, entré sin saludar a mamá o a mi hermana y subí a mi habitación, donde simplemente me senté al borde de la ventana, para pensar más. Por más que lo hacía, no parecía ser suficiente. La incertidumbre me comía por dentro, y ese mismo temor impedía que dijera una palabra.

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