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Hace poco habían iniciado las prácticas de los equipos deportivos del instituto. A pesar de que los equipos para las competencias estaban casi escritos sobre piedra, hubo un proceso de selección de nuevos miembros. Como si nada ya eran mediados de Octubre y la cuenta regresiva no dejaba de correr.

Mi nombre: Matthew Ryder. Comúnmente, las personas me llaman Matthew. Quienes me han conocido por más tiempo me llaman Mat. Al inicio de mi último año de secundaria estaba a tres meses de cumplir los 18 años de edad. Era, desde hacía ya dos años, el vice-capitán de la selección de fútbol del instituto. El deporte ayudó a que lograra superar el 1.70 de estatura, y la palidez de fantasma de mi piel se camuflaba gracias al pseudo-bronceado que tenía por correr por allí durante las tardes. Ojos café y rebelde cabello negro completaban la apariencia que luchaba por esconder de quienes se acercaban a los campos a observarnos practicar.

Siempre había una fila de chicas presentes, todas amigas entre sí, saludando de vez en cuando a los otros miembros del equipo. Sin embargo, las chicas jamás fueron exactamente en quienes yo enfocaba mi atención. Prefería dedicarme al juego y olvidarme de lo demás. Mi posición era el mediocampo, aunque podía cubrir cualquier lugar dependiendo de las necesidades. Corría de arriba abajo, recuperaba balones y creaba oportunidades. Daba lo mejor de mí.

En ese día en particular, estaba asistiendo a un nuevo guardameta de primer año que había sido aceptado hace apenas una semana, por lo que decidí quedarme de defensa para comentar las jugadas con él. En el campo de fútbol de nuestro instituto, las prácticas siempre iban de lo mejor. El sol del verano había dado paso a una deliciosa brisa otoñal que refrescaba la piel cubierta de sudor, los uniformes auxiliares no parecían ser tan sofocantes como otras veces, y los chalecos color neón que nos dividían en dos equipos diferentes no eran una molestia, sino solo un accesorio más. En verdad, todo iba bien, hasta que el equipo de baloncesto inició su calentamiento con un par de vueltas a la pista de carreras que justamente rodeaba nuestro campo de fútbol.

No recuerdo el momento preciso, pero dejé de prestar atención al juego cuando lo vi acercarse. Como siempre, iba al frente del resto del equipo, casi como líder. Los demás lo rodeaban, bromeaban con él, reían con él y bromeaban de nuevo, intensificando su risa. Se fueron acercando poco a poco, y yo había perdido mi concentración completamente.

Su risa, su voz, su rostro, sus manos, su boca, su cabello tan negro como el mío, sus ojos negros que brillaban con una risa infantil, el pequeño lunar bajo su ojo izquierdo, el subir y bajar de su pecho con cada bocanada de aire; todos esos rasgos tan peculiares de él que lo hacían una persona especial, no de la manera que era especial para el resto de su equipo o incluso para el resto de la clase, sino para mí.

Desde hacía algún tiempo, él era el centro de mi atención. Lo amaba.

Me pareció infinitamente injusto que aquellos tuvieran la oportunidad de verlo tan de cerca, de estar junto a él y dar ese hecho por sentado, como yo una vez también lo hice. Esa curvatura de sus labios cuando reía, el movimiento en su manzana de Adán, la risa descontrolada... Hacía ya tres años que no los había tenido cerca y, en ese momento, me iban rodeando poco a poco, como para torturarme, para recordarme que lo que había sido ya no sería más, y que tan pronto nos graduáramos, ya ni siquiera podría admirarlo de lejos.

La graduación que tantos esperaban con gran anticipación era como un abismo al que iba caminando paso a paso, sintiendo cada vez más inminente el adiós y el arrepentimiento que lo acompañaría. Deseé, por ese solo momento, poder volver a aquellos dorados días en que habíamos compartido nuestro tiempo, nuestra risa, nuestra vida. Deseé poder volver a acercarme a esa persona de quien me había enamorado sin siquiera darme cuenta...

Perdido en estos delirios, no escuché al capitán llamando mi nombre, ni al guardameta que se suponía yo estaba aconsejando diciéndome que ahí venía el balón.

Frente a todos, incluyéndolo a él, el balón me dio justo en la frente, arremetiendo también contra mi nariz. Fui impulsado hacia atrás, y me sentí como en esos dibujos animados en los que la gente es derribada como pines de boliche. Caí de espaldas sobre el césped con un ruido sordo y el balón rebotó hacia un lado, fuera del campo. Lo que siguió a esto fue una inmensa confusión.

Estaba bastante seguro de que él se había dado cuenta. El equipo de baloncesto que lo rodeaba estalló en carcajadas, mientras que mis compañeros –tal vez por respeto, pues, al fin y al cabo, era su vice-capitán y tenía cierta autoridad sobre ellos- corrieron hacia mí llamándome con voz preocupada y extendiendo sus manos para ayudarme a ponerme de pie.

Les dije que estaba bien, que no era nada, que simplemente me había perdido en mis propios pensamientos, que siguiéramos el juego. Pero él no había terminado de torturarme.

Cierto tipo del equipo de baloncesto murmuró -según él, aunque incluso yo lo podía escucharlo en medio de mi estupor-, —¡Ja! ¿Vieron eso? ¡Qué golpe! ¡Y justo en el centro del rostro!

—¡Me impresiona que siga consciente! ¡Pobre tipo!— comentó otro.

Escuché su risa de nuevo. —No digan eso, chicos, —dijo la voz que tanto adoraba escuchar—, Matthew es en realidad bastante brillante en el campo, ¿saben? Seguro que simplemente no es su día...

El golpe del balón no fue nada comparado con la agitación violenta que sentí en mi pecho cuando él dijo esas palabras.

—¡Bueno, bueno! Lo que sea que diga el jugador estrella— agregó uno de los primeros tipos, y, después de una última risa, se alejaron trotando.

En efecto, "él" era el jugador estrella del equipo de baloncesto: Raymond Pratt; menor que yo, de cabello negro pero más lacio y corto que el mío, ojos negros y profundos, labios claros, delgados, y un lunar pequeño pero muy atractivo bajo su ojo izquierdo. No estaba seguro, pero creía que ya debía ser unos centímetros más alto que yo, y probablemente era mil veces más popular con las chicas.

—¡Mat! ¡Mat, por Dios! ¿Estás bien? Te has confundido como un principiante, imbécil. Levántate de una vez— escuché decir a mi capitán, devolviéndome a la realidad.

—Por favor no me ataques con tanto cariño, Lance—contesté, quitando las manos puestas sobre mí y poniéndome de pie por mi cuenta.

Mi capitán era algo así como un hermano con el que podía bromear sin importar sobre qué. Desde hace dos años, cuando yo había sido elegido vice-capitán, él también había sido elegido como capitán, y era todo debido a nuestra conexión en el campo de fútbol. Su nombre era Lance Trafford, de cabello rubio, corto y alborotado y ojos verdes penetrantes. Era el único de la clase mayor que yo por casi dos meses, más alto, y definitivamente el centro de atención de cualquier lugar donde estuviese.

—Vete al infierno. Te volveré a derribar si sigues así, ¿sabes? Das mal ejemplo para los pollitos. ¿No es verdad, pollitos?

Un silencio incómodo fue seguido por un par de tímidos —Sí, capitán...

—De acuerdo. Cada quien a su posición y terminemos por hoy— dije, y todos obedecieron. Lance me dio un último empujón y se fue también. Suspiré. Frente a mí, vi que los de baloncesto ya iniciaban su segunda vuelta, y me pregunté en mis adentros por qué demonios el entrenador los sacaba a mi territorio, donde estaba yo, un imbécil indeciso enamorado de un tipo de mi año que había sido mi mejor amigo en un tiempo crucial y de quien me había distanciado por una razón que no deseaba recordar.

Sacudiendo esos pensamientos fuera de mi mente, pasé mi mano por mi rostro y volteé a ver al guardameta. —Como primera regla— dije—, mantén la cabeza donde debe de estar.

ConcordanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora