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La exiliada.

Después de horas de mirarlo atado a esa silla, con las muñecas amoratadas, los costados de sus labios rotos debido al pañuelo que le impedía gritar, su mirada llena de pánico, con el sudor frío que bajaba por su frente. Se acercó a él. Se sentó sobre sus piernas, pasó el cuchillo de su mano derecha a la izquierda. Con la derecha jaló ligeramente la cabeza del chico hacia atrás, miro sus ojos, sus pupilas dilatadas, esos ojos que parecían más brillantes que la plata, más hermoso que un tornado cuando toca tierra, se quedó varios minutos más observándolo. Parecía un tiburón cuando asecha su presa. Finalmente dejó de temblar y pegó sus labios con los de él, él gustoso mientras las lágrimas escurrían por sus mejillas, y con el sabor metálico de su propia sangre, correspondió el beso. Ella seguía con sus ojos abiertos, lentamente acercó el cuchillo al cuello del chico hasta que penetró un poco la piel y sintió como la sangre comenzaba a salir a borbotones, mientras movía el cuchillo. Él se quedó inmóvil mientras sus manos dejaban de forcejear y su mirada comenzaba a perder el brillo tan característico de los ojos humanos. Cuando terminó el corte de lado a lado del cuello, como a la altura de las orejas, ya su ropa estaba empapada en sangre. No pudo reprimir por más tiempo su sonrisa, pero no estaba del todo feliz, estaba emocionada, sí, nadie podía negarlo. Pero ella supo que ya no había vuelta atrás. Había reprimido ese deseo por tantos años que la presión la llevó al quiebre. No podría calmar su intinto asesino, ella lo sabía muy bien, sabía que estaba mal, pero eso no evitaba que se sintiera feliz. Esa felicidad que sólo sentía al ver la sangre salir de algún cuerpo, esa felicidad como cuando un autor ve su obra publicada. La habían mandado al exilio, eso le pareció perfecto le dieron la oportunidad de revelar a su verdadera "yo". No le gustaba asesinar chicas, eran muy gritonas y clamaban por su vida cada que les permitía abrir la boca. Ella prefería asesinar chicos, jugaban de rudos hasta los últimos segundos, así estuvieran llorando a mares no daban su brazo a torcer. Eso la volvía loca, la hacía feliz. ¿A quién no? Asesinar es el arte más hermoso del mundo, al igual que es el arte más menospreciado e incomprendido.

Pequeña InspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora