Capítulo XI

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Las palabras de Mark se arremolinaron en mi mente, creando un torbellino de confusión que amenazaba con desprender cada parte racional de mí. Su voz se asemejó al filo de cientos de cuchillos que se clavaron en una parte crucial de mi ser.

Un observador.

Recordé el momento de mi infancia, en el que mis padres nos contaron a Mike y a mí, sobre la existencia de unos seres temibles que, según decían las personas, no tenían alma ni corazón, pues su único objetivo en la vida era condenar a los rebeldes que se oponían al sistema.

El tema de los observadores, y todo lo relevante a ellos, eran parte de una clase especial que se impartía en cuarto grado de primaria, llamada "Historia de Jorak", en la cual se estudiaba desde los inicios de la ciudad, la deidad a la que rendíamos tributos, hasta la existencia de aquellos místicos seres.

Los observadores sólo podían utilizar sus habilidades bajo el mandato del presidente. En su mayoría, eran convocados para llevar a cabo un caso civil que implicaba la traición a una o más uniones entre hilos rojos. La resolución siempre era la misma: aquellos que incumplían con una ley primordial de Jorak, eran obligados al encierro domiciliario como cadena perpetua, sin la posibilidad de libertad; llevándose a la tumba la verdad sobre la apariencia de los observadores.

Sin embargo, el atractivo muchacho que estaba tenso en el asiento de al lado, había dicho, casi jurado, que su padre era una de esas épicas criaturas.

Liberé el oxígeno que había estado conteniendo por quién sabe cuánto tiempo, y de inmediato sentí el estremecimiento que recorrió mi espalda hasta perderse en la punta de mis pies entumecidos. Volví a inhalar aire, temerosa de que fuese a desmayarme.

—No es gracioso —conseguí decir, a pesar de que mi labio inferior temblaba.

—No miento, Emily —La velocidad del automóvil aumentó al igual que la tensión de sus brazos sobre el volante. Estábamos a tan sólo cinco cuadras de llegar a mi casa, pero Mark no hizo ademán de querer disminuir la rapidez con la que íbamos—. Mi padre es uno de ellos.

—Pero no tiene sentido —Mis manos seguían aferradas al asiento, y a pesar de estar en la parte de la ciudad más familiar para mí, me sentía perdida—. Ellos son seres crueles, no pueden tener familia.

El auto no frenó ni siquiera cuando pasamos por enfrente de mi hogar. Giré mi cabeza para ver cómo nos alejábamos de la casa que un tiempo me pareció el lugar más seguro del universo. Con cada segundos nos alejábamos más y más, y en la mirada de Mark no había ápice de confusión por haberse saltado nuestro destino.

—Mark, mi casa...

—Lo sé —me interrumpió con brusquedad, aún con su incansable tarea de no apartar la mirada del camino que continuaba recto por otros varios kilómetros—. Pero necesito más tiempo contigo, necesito explicarte todo esto.

—Yo sólo quiero volver a mi casa —chillé aterrada luego de que mi cuerpo volviera a impactar contra la portezuela del auto, ya que Mark giró hacia la izquierda, para así adentrarnos en una calle menos transitada.

—Los observadores —su voz agitada me puso de nervios. Ni siquiera pareció notar que dije algo—, sé que hacen cosas terribles, y que todos temen de ellos, pero no son como ustedes creen.

—Oh, ¿no son monstruos que condenan a las personas a vivir un infierno en vida? —Cuestioné con un dejo sarcástico.

—Bueno, sí —respondió con fastidio—. Pero ese concepto tuyo... monstruos. No, Emily, no todos son así.

—¿No todos? ¿Acaso hay algunos que sean adorables y extraordinariamente guapos?

Sostuvo el volante con una mano, y con la otra sacudió su oscuro cabello negro hasta despeinarlo. Sus músculos se relajaron, pero su mirada consiguió un brillo descontrolado que momentos antes no la embriagaba.

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora