Capítulo XXVII

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Un demonio de ojos azules se asomó por una de las ventanas de un lado de la puerta principal. Jocelyne se levantó de golpe del sillón y se interpuso entre la mirada del acosador y mi petrificado cuerpo.

—Mi amor, ya jugamos por demasiado tiempo, es hora de que vayamos a casa. —Su voz fue amortiguada por el cristal, lo que consiguió darle un tono más escalofriante.

—¡Lárgate! —grité aterrorizada.

La imagen de la casa destrozada de Aldair acudió a mi mente como una cruel jugarreta para mi poca estabilidad emocional. Rememoré la puerta principal astillada por la mitad, como si de un simple pedazo de hoja se tratase; de nuevo vi el riachuelo de sangre que brotaba de la cabeza de Jessica; recordé a Fernanda sentada en el suelo con su mente hecha trizas, y a Bruno con el corazón destrozado. En ese momento, frente a mí, imaginé que mi hogar quedaría en las ruinas gracias a Eduardo, y que posiblemente encontrarían el cadáver de la chica que compartía el hilo rojo con mi hermano.

No. No lo permitiría. No de nuevo.

Me levanté del sillón a pesar de que mis piernas estuvieran a punto de flaquear. Hice que Jocelyne retrocediera y se cubriera detrás de mi magullado cuerpo. Cuando la mirada de Eduardo se encontró con la mía, una chispa de valentía se encendió dentro de mí, convirtiéndose con rapidez en un torrente de adrenalina que circuló por todo mi sistema.

—Vete —le ordené a Jocelyne en voz baja—. Escapa de aquí y contacta con mi hermano.

—No, no te dejaré sola con este maniático.

Eduardo sonrió desde el otro lado de la ventana y me saludó como si de un niño pequeño se tratase, pero al ver que no respondí a su saludo, su sonrisa fue suplantada por una mueca de disgusto. Desapareció por unos instantes, pero hizo notar su presencia cuando la perilla de la puerta comenzó a moverse frenéticamente.

—¡Corre!—gritó mi compañera, tirando de mi brazo sano en dirección opuesta a la entrada principal—. ¡Salgamos de aquí!

Eché una mirada rápida a la planta baja de mi hogar, queriendo memorizar hasta el último detalle de ésta: los cuadros en las paredes, los sofás impecables que mamá siempre limpiaba, el librero con enciclopedias viejas que nadie leía; mi hogar desde siempre.

Permití que Jocelyne me guiara fuera de la casa a través de la puerta trasera de la cocina que conectaba con el pequeño jardín de atrás, el cual estaba rodeado por una valla blanca faltante de una tabla, espacio por el que nos filtramos hacia el jardín trasero de otra casa. Mi brazo envuelto con el cabestrillo se estrelló contra un arbusto y gemí ante el dolor, pero gracias a la energía que fluía por todo mi cuerpo, no me detuve a lamentarme como lo hubiese hecho en cualquier otra situación. 

Avanzamos sobre el crujiente césped amarillo. Nuestras respiraciones agitadas se escuchaban como dos enormes máquinas de vapor a mitad de la noche. El silencio sepulcral de la colonia era lo que me mantenía al borde de la cordura, pues estaba esperanzada de que algún vecino escuchara la persecución y saliera en nuestro rescate, pero era una probabilidad casi nula. 

—¡Date prisa! —Ordenó Jocelyne una vez que atravesamos el angosto pasillo de tierra que conectaba la parte trasera de la casa con el frente.  

—¡No puedo ir más rápido! —respondí entre jadeos. 

Los músculos de mis piernas parecían masas de gelatina. Cada paso de mi vano intento por escapar era como una puñalada en mis extremidades inferiores. Realmente no sabía cómo podía seguir caminando a esa altura de la noche. 

La calle en la que nos encontrábamos se bifurcaba hacia la derecha e izquierda. Miramos hacia ambos lados intentando ubicarnos y tomar la decisión correcta; un simple error y podríamos dirigirnos al lado donde la calle terminaba en una pared alta de concreto, o por el contrario, llegar a una de las avenidas principales de Jorak, donde sería más fácil escapar. 

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora