Durante años viví enfrascada dentro de la utópica realidad implantada en la ciudad, con base en los cultos, ideales y tradiciones religiosas de Quirmizi, nuestra deidad todopoderosa, conocida en el resto del mundo como El Dios del Destino.
La esencia misma del dios implicaba unir a dos personas para siempre, mediante un lazo invisible para el resto, pero innegable para la pareja. Atadas por el hilo rojo que los destinaba a estar juntos hasta el final de sus días, sin importar las circunstancias o los problemas que llegasen a ocurrir. Una vez que nacía la persona que completaba el extremo del hilo rojo de otra, estaban obligados a ser sólo uno.
Al cumplir los doce años de edad, se desarrollaba el don de la clarividencia personal, la cual consistía en la simpleza de visualizar el propio hilo rojo atado al meñique izquierdo. Sin embargo, sólo la clase social de Nativos Tradicionales adquiría dicha capacidad. Entonces, una de las principales leyes de la ciudad debía ejercerse, en la que se estipulaba que el cumpleaños duodécimo era la pauta para que aquellos individuos bendecidos por Quirmizi fuesen en busca de la persona atada al otro extremo. A veces era sencillo encontrar a tu otra mitad, pues podía vivir en Jorak; en casos distintos, la persona debía de viajar a través del mundo hasta el destino que marcara el fin de su hilo rojo, para así conocer a su persona hecha a la medida.
Mi situación resultó ser una de las más sencillas que he escuchado, pues mi complemento vivía a pocos minutos de mi hogar. En la tarde de mi cumpleaños número doce, me miré en el espejo y no pude reconocerme, no por el hecho de que estuviese arreglada como nunca antes lo había estado, si no que ese día algo dentro de mí cambió, es como si hubiese ocurrido una metamorfosis interna que generó un sentimiento permanente en mi pecho.
Ese día cambié, y nunca volví a ser la misma de antes.
Caminé sola en dirección de la casa del extraño que estaría destinado para mí durante toda nuestras existencias. Mis piernas temblaban, y mi corazón latía con demasiada fuerza, sintiéndome acongojada por la astilla que raspaba mi interior con regularidad. Las parejas eran impredecibles, a veces terminaban por volver loco a los Nativos. No sabía qué esperar o con qué clase de persona encontrarme al otro lado de la puerta. Ansiaba sentir el flechazo que muchos experimentaban, o tan sólo me conformaba con sonreír ante la presencia de mi destino.
Y así fue, sonreí cuando un muchacho de quince años me recibió en la entrada de su hogar. Su mirada se iluminó cuando se encontró con mi rostro, lo que me resultó extraño, pues aunque se escuchara paranoico: nos conocíamos de antes. Él pasaba todas las tardes frente a mi hogar desde que éramos pequeños, me miraba y sonreía ante mi juego de muñecas, parecía estar absorto cada que se encontraba conmigo. Y aquella vez no fue la excepción. Me miró con una intensidad abrumadora que me hizo temblar, no puedo recordar con exactitud si mis pies se desprendieron del suelo ante la emoción, o si una clase de terremoto quebró mi estabilidad.
Eduardo, su nombre era Eduardo. Y nunca abandonó su afán de estar todo el tiempo cerca de mí.
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Legado rojo I: Atada al peligro
FantastiqueLa creencia dice que un hilo rojo conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, a pesar del tiempo, del lugar y las circunstancias; el hilo puede tensarse o enredarse, pero nunca llegará a romperse. En Jorak, todos los nativos conocen a la...