Capítulo IV

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Era excepcional que en Jorak lloviera a mitad del invierno, pues ni siquiera durante el verano era común que se desatara una llovizna como aquella. Pequeñas gotas tupidas caían sobre las calles, desalojando a cualquier peatón de sus actividades. El viento le hacía compañía a la fría llovia, ondeando a su antojo las pocas hojas que los árboles aún conservaban.

 Las personas caminaban refugiándose de la tormenta debajo de sus paraguas, sin preocuparse por la indefensa chica que estaba sentada en una banca del parque. Las lágrimas se mezclaban con las gotas que se resbalaban sobre mi rostro. Nadie se detenía a mirarme, todos continuaban con su paso veloz intentando escapar de tan majestuoso momento. Ni siquiera un pequeño acompañado de su madre, se detuvo a disculparse luego de saltar sobre un charco y salpicar mi cuerpo ya empapado.

Por unos instantes me sentí como un fantasma. Nadie me veía, nadie escuchaba mi llanto. 

—¿Emily? —llamó una gruesa voz desde la lejanía. Estaba tan absorta en mis pensamientos que llegué a creer que aquella persona también era parte de mi imaginación, sin embargo, dejé de creerlo cuando la lluvia cesó luego de que un paraguas negro me cubriera—. ¿Qué demonios haces aquí?  

Levanté mi rostro con esfuerzo, todavía confundida por lo que estaba ocurriendo; la frigidez de la lluvia había conseguido entorpecer mis sentidos y a mi cerebro, todo me parecía tan irreal. Incluso, los oscuros ojos cafés de Aldair me parecieron quiméricos. Él llevaba puesta su chamarra negra de cuero, y con su otra mano sujetaba un vaso humeante de café. 

  —¿Qué estás haciendo aquí? —volvió a preguntar con su característica voz. Al ver que no tenía intenciones de responder, dejó su vaso sobre la banca y me tomó del brazo con gentileza, obligándome a levantarme. Mis piernas temblaban y Aldair pareció notarlo, pues se aferró con más fuerza a mi cuerpo—. Te llevaré a otro lado. 

Me forzó a caminar con premura, debido a que la lluvia comenzaba a tomar más fuerza, incluyéndose los terribles sonidos provocados por los truenos. El cielo era iluminado por relámpagos y uno que otro rayo, causando que Aldair se hiciera pequeño de vez en cuando, temeroso de que pudiéramos morir electrocutados gracias a mi torpeza y negligencia. 

Llegamos a un estacionamiento a lado de un edificio del centro. El piso de tierra se había convertido en un lodazal, impidiéndonos el paso hacia el coche de Aldair, quien dejó escapar un suspiro de frustración mientras refunfuñaba por lo bajo, maldiciendo algo sobre el gobierno y su incompetencia. Miró a todos lados, buscando algo que pudiese ayudarnos a llegar hasta ahí, sin embargo, era imposible que arribáramos al auto sin ensuciarnos. 

—Sujétalo —pidió entre dientes. 

Por primera vez me digné a mirarlo cuando me habló, y lo siguiente que hizo me dejó anonadada. Me entregó el paraguas y lo tomé, aún sin comprender. Entonces, con un brazo me tomó por debajo de las rodillas, y con el otro me levantó sujetándome de la espalda.

 —¿Qué haces? —chillé aterrada, aferrándome al mango de plástico del paraguas.

  —¿Qué parece que hago?

Caminó con dificultad, enterrando sus piernas en el lodo por encima de los tobillos; sus pulcros tenis negros habían quedado sumergidos en la suciedad, a la vez que la parte baja de su pantalón se atascaba de la mezcla café y espesa.

—Aldair...  

—No, no digas nada —pidió con dureza. Uno de sus pies patinó sobre el suelo, ocasionando que trastabillara dos pasos, sin embargo, consiguió mantener su postura y no soltarme—. Ya luego podrás  agradecerme. 

Legado rojo I: Atada al peligroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora