22 ; scissorhands

450 54 16
                                    

Había pensado mucho esa noche. Tanto que me dolía la cabeza de tantas frases de películas y tanto grito interior. Me odié. Mucho. Tanto, que me convencí a mí misma de que tenía que ir al piso de Louis y reclamar su amor al estilo peliculero que tiene él.

Louis me había comentado un par de veces que una de sus películas favoritas era Eduardo Manostijeras. Esa noche la había visto unas cinco veces, había conseguido un disfraz lo más rápido que pude, y en seguida me vestí con él y me puse a escribir lo que tenía pensado.

Me parecía a Christian, mirando por la ventana de vez en cuando. Salvo porque él lo había dado todo por perdido, y yo buscaba una oportunidad. Aunque fuera para perderlo. Ya tenía más que el pobre escritor inglés, inteligente y encantador.

A las tres y media de la mañana, me presenté en la puerta de Louis. Porque no hay hora más dramática que las tres y media de la mañana. Llamé al timbre, y Louis, despeinado y sin afeitar, me abrió.

—¿Qué haces aquí? —dijo.

Yo, sin responderle, le di la hoja que tenía preparada. Le pedía silencio. Le pedía que me dejara en el descansillo (de nuevo, lo más dramático), y que no me interrumpiera. Una vez que hubiera acabado podría hacer lo que quisiera.

Suspiró y me miró expectante.

—Érase una vez un hombre abandonado, incompleto, y totalmente solo. Sabes quién es, porque de alguna forma es parte de ti. Igual que Barbara Novak lo es de mí. Y aunque tal vez debería haber seguido sus consejos, no puedo esperar tanto tiempo como para escribir un libro y hacer que te enfades y esas cosas. Lo siento pero soy impaciente, y lo admito. Soy más Christian que Catcher. Me siento tonta ahora mismo —rodé los ojos y me encogí de hombros. Louis, siguiendo mis instrucciones, no dijo nada, sin embargo, puso mala cara—. Pero me da igual, ¿sabes? A la vez me siento bien, porque podré decir que lo he intentado. Y no, no he robado por ti, no he cortado setos, no te he cantado, ni te escribo una obra sobre un malvado marajá. Pero hago esto. Es tu propio final de película. Donde tú eliges, y eres director por primera vez. Decías que querías convertirte en tu abuelo, y ser un gran hombre. Y yo te digo que ya lo eres, Louis, independientemente de lo que hagas respecto a mí. Lo eres. Y me alegra poder decir que te conozco. Me siento orgullosa de ello, porque sé que llegarás lejos. Y si quieres dejarme abandonada, incompleta y totalmente sola, adelante, hazlo. No serás malo. Y no pienses que esto es algún tipo de intento de hacerte sentir mal. No lo es, créeme. ¿Pero sabes qué? Que no creo necesitarlo. Porque a pesar de que no voy a hacer todas esas cosas que te he dicho que podría hacer. Me siento bien, porque soy una cobarde, como tú dijiste el otro día. Lo soy, no frunzas el ceño, porque tenías razón. Pero soy una cobarde envalentonándose por primera vez en la vida.

Cuando acabé de hablar, bajé la mirada y suspiré el aire que había estado conteniendo. Había hablado tan rápido que casi no había podido respirar, y ahora estaba tan nerviosa que mis pulmones no me hacían caso.

—¿Ya? ¿Puedo hablar? —la suave voz de Louis me hizo alzar la cabeza. Asentí, y él sonrió y negó con la cabeza. Tenía miedo lo que podía decir a continuación—. Sinceramente, estás loca, ¿lo sabías?

—N...

—Calla, ahora me toca a mí, bavarde —me sonrió—. No puedes decir que estarías incompleta, porque a Edward le faltan las manos, y la última vez que lo comprobé —me repasó con la mirada, y yo me sonrojé—, tú estabas entera.

Me atrajo a sus brazos, y, manteniéndome cerca de su cuerpo, dijo:

—Al menos lo has intentado, ¿no?

Sentí como los ojos se me llenaban de lágrimas. Joder. Sé que sonará egocéntrico, pero casi tenía la certeza de que me iba a decir que sí.

—Ey, no llores, idiota —me sonrió y luego me abrazó. Aspiré su aroma a pino, y solté un sollozo—. Era broma, Elie, venga, cómo voy a decirte eso si hasta has contemplado el escribir un libro para conquistarme.

—Tú sí que eres idiota, con.

Se rio, aunque apuesto a que no sabía que le acababa de llamar lelo, y me besó. Yo, todavía vestida de Eduardo Manostijeras, y después de haber montado una película a las tres y media de la mañana, le devolví el beso.

Porque tal vez no teníamos que hacía falta para durar como novios, pero tampoco lo tenían una cortesana y un músico. Y la historia de amor de Christian y Satine habría salido bien.


the end

treinta y seis lunares Donde viven las historias. Descúbrelo ahora