17 ; moles

320 43 0
                                        

Louis estaba abrazándome por la espalda, besó mi hombro y se separó con suavidad. Una corriente de aire acarició mi espalda desnuda y me estremecí. Él se rio suavemente y me acarició la espalda con la yema de los dedos.

-Tienes muchos lunares -comentó, sin dejar de hacer recorridos imaginarios, causando que mi piel se erizara.

-Ya. Los odio -murmuré yo.

Era verdad. Odiaba mis lunares porque la gente siempre tenía pieles suaves y perfectas, sin una maldita mancha, y allí estaba yo, llena de puntos marrones. Desde adolescente los había aborrecido.

Louis me obligó a darme la vuelta y mirarle. Estaba serio, y no apartaba la mirada de mis ojos.

-No puedes odiar algo que es parte de ti -me dijo.

-Pues ya ves -respondí en un susurro, embaucada por el azul intenso que no se separaba de mí.

-Eres idiota -dijo de repente, y yo fruncí el ceño-. Muy idiota.

-Gracias, Louis, tus insultos me hacen sentirme mucho mejor, lo aprecio -dije sarcástica.

-Siempre he pensado que los lunares son los restos de nuestras vidas pasadas. El rastro de las cosas importantes que nos pasaron cuando éramos otras personas en otros tiempos. Apuesto a que este lunar es la marca que dejó un amor imposible -murmuró rozando un punto de mi espalda en el que debía haber una de esas manchas.

-No creo en otras vidas.


treinta y seis lunares Donde viven las historias. Descúbrelo ahora