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Cierro los ojos, y poco a poco noto como la luz del sol va calentando mi rostro. Con cada bocanada de aire me inunda una sensación de pureza mezclada con un agradable aroma a montaña tan inconfundible para mí.

Estoy en un claro en la montaña, sentado observando el hermoso paisaje que hay a mi alrededor. Hoy es una mañana cálida y despejada de principios de primavera, tras el duro invierno sienta bien imaginar como el calor penetra en mi piel y en mis huesos calentando cada esquina de mi ser. Mire a donde mire veo árboles preparándose para el florecimiento y a los animales saliendo de sus escondites. Me encanta esta época del año en la que se respira vida por do quier, aunque el sentir como todo reflota a mi alrededor me recuerde tanto a mi antigua vida.

"Cómo me encantaría haber nacido aquí y que toda mi vida hubiera sido como es ahora..." pensé mientras me invadían sentimientos de rabia e impotencia, que rápidamente logré acallar al recordar que hoy tenía que bajar al pueblo.

Desde hace unos 3 años vivo en una casita en mitad de un valle en los Pirineos catalanes. Fue un golpe de suerte que consiguiera la casita en la que vivo. Me encontraba perdido en medio de las montañas, deambulando sin un rumbo fijo y a punto de morir de agotamiento, hambre y sed. Cuando de repente, entre los árboles vislumbré un tejado apuntado de pizarra negra de una acogedora casita de madera. Me acerqué a la entrada dubitativo pero cualquier cosa que me deparase en esa casa no podría ser peor que la inminente muerte que imaginaba para mí. Llamé a la puerta con la esperanza de que alguien me ayudara pero nadie contestaba, me asomé por la ventana y la imagen que vi me dejó sobrecogido. En un salón con paredes de madera y decoración de estilo rural había una señora mayor abrazando el cuerpo inerte de su difunto marido.

Desde ese día Gracia me adoptó como al nieto que nunca tuvo, y yo la apoyé para que superase la pérdida de su marido. Día tras día nos encargábamos de las labores del hogar por las mañanas, y por las tardes compartíamos partidas de ajedrez u horas de lectura en una apacible compañía. Con el paso del tiempo fui averiguando muchísimas cosas sobre el pasado de Gracia y de su marido, y de cómo el destino decidió para ellos una vida tranquila, construyendo ese albergue en el que vivían y cuidando de sus huéspedes con el mimo de un familiar que cuida de los suyos. Me consta que Gracia sentía curiosidad acerca de mí y de cómo fui a parar hasta su casa en aquellas terribles condiciones, pero como respondía a sus preguntas con evasivas ella aceptó que lo mejor era dejar mi pasado enterrado.

Pasaron los años y una mañana vi a Gracia en el portal con una maleta a los pies, sentada en un banco de piedra y observando al horizonte perdida en sus pensamientos. En cuanto se percató de mi presencia dio un respingo y con una tierna sonrisa me dijo que se marchaba; que ya nada la retenía allí. Nos dimos un abrazo y al separarnos los dos teníamos los ojos empañados a punto de no poder contener más las lágrimas. Le acompañé al tramo de la carretera más cercana donde hacía mucho tiempo algunos vecinos habían improvisado una marquesina de madera para poder esperar a los autobuses o a los taxis, y se había convertido en el único punto de referencia alejado de todos los pueblos de alrededor.

Allí estaba su taxi. Antes de montar me miró a la cara y nunca podré olvidar ese momento.

- Toni, mi niño... Aquí tienes las llaves y las escrituras del albergue - dijo Gracia dándome una cajita de terciopelo azul - Puedes hacer con ello lo que quieras, como ya verás mi abogado arregló todo para que tú figurases como único propietario. Te deseo lo mejor, cariño, y muchísimas gracias por devolverme las ganas de vivir. No he sido capaz de ayudarte a superar los problemas que se nota que acarreas de tu vida anterior, ni si quiera puedo imaginar que fue aquello tan terrible que te obligó a huir y a enterrar tu pasado. Aun así mi consejo es muy claro: Sé feliz y, sea lo que sea lo que te ocurre, espero que aquí puedas darle esquinazo.

Me dejó allí, sin saber que decir, con el sol de cara y mirando como un pasmarote como se alejaba el taxi sin asumir que era muy probable que aquella fuese la última vez que vería a Gracia. Cuando el taxi se desapareció de mi vista, di media vuelta y comencé el camino de vuelta a casa como un autómata, sin pensar en nada.



Ocultarse no es desaparecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora