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Desde que Gracia se marchó, tuve mucho tiempo para poder pensar y planificar cómo iba a sobrellevar mi nuevo estilo de vida. Poco a poco me acostumbré a vivir en una soledad tan absoluta alejado de toda civilización, y a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida.

Comencé montando un pequeño huerto para autoabastecerme y no depender del pueblo más cercano para hacer la compra diaria, pero aun así una vez al mes voy al pueblo a por carne y pescado para congelarlos el mayor tiempo posible, útiles de limpieza y demás cosas necesarias que no puedo conseguir por mis propios medios. Me planteé volver a abrir el albergue para tener algunos ingresos, pero sabía de sobra que no puedo permitirme que nadie me encuentre. Cuanto menos me relacione con la gente, mejor. Menos mal que aun tengo dinero de sobra como para mantener mi estilo de vida austero hasta dentro de muchísimos años.

Sé que suena duro, y que es difícil llevar una vida tan aislada y solitaria, pero no tenía otro remedio después de lo ocurrido... Nuevamente mi mente se nubla con los recuerdos de mi vida anterior y como cada vez que esto me pasa, rápidamente consigo redirigir mis turbados pensamientos a otros asuntos. Sí, es lo mejor y lo único que se puede hacer después de una huida como la mía, no pensar en ello y si fuera posible, olvidarlo por completo.

Mi nuevo estilo de vida me gusta muchísimo. Lejos del estrés de la vida laboral, lejos de la polución de las ciudades, lejos de las necesidades banales de una vida dirigida por la premisa de estudiar - trabajar - ganar dinero - comprar cosas- trabajar para ganar más dinero - comprar más cosas o cosas nuevas - y así sucesivamente. Ahora me he dado cuenta que aquello no era vida, sino una espiral en la que la única salida visible es la muerte. Aquí, alejado de todo cuanto conocía puedo ver la vida desde otra perspectiva, más solitaria de lo que me gustaría, pero mucho más feliz y sencilla. Desde que perdí a mi familia siendo pequeño en aquel accidente, me crié siendo una persona solitaria y retraída que evitaba las conversaciones a no ser que fueran estrictamente necesarias. Pero ahora, vivo con el miedo de perder la cabeza por ésta casi absoluta soledad que yo mismo me he impuesto. Me obligo a escribir a diario mis pensamientos, historias e incluso poemas que se me pasan por la cabeza, a primera vista no parece muy útil pero estoy convencido que si no fuera por eso hace ya tiempo que me habría vuelto loco.

Como cada día, después de mimar el huerto (algo que se ha convertido para mí casi en un ritual) y preparar la comida, me voy al porche a observar la acogedora belleza de la naturaleza en estado tan puro, a penas sin adulterar, y ahí es donde me inspiro para mi posterior sesión de escritura. Si el tiempo lo permite, suelo dar un paseo sin rumbo hasta que algo en mí me dice que ahí debo hacer un alto y escribir. Y ahí me encontraba yo, sumido en mis pensamientos cuando recordé que debía bajar al pueblo a por suministros.

Ya he terminado de hacer todas las compras necesarias para pasar otra buena temporada sin necesitar volver al pueblo y estoy en la parada del autobús esperando a que llegue el que me acerca a la carretera donde se había improvisado la marquesina cercana a mi casa. Hay varias personas en la parada sentadas y, como todos los vecinos del pueblo, me miran con curiosidad y a la vez con precaución. Les entiendo perfectamente, creo que nunca han oído nada de mí, salvo historias inventadas por la gente ociosa y aburrida. Me consta que me llaman "El Ermitaño" y aun así me da absolutamente igual (incluso la primera vez que lo oí me hizo gracia). Es una lástima que a mis 28 años de edad se me pueda considerar un ermitaño, una persona que ha perdido la cabeza o incluso un psicópata, pero no voy a desmentir ningún tipo de rumor puesto que para ello necesitaría dar explicaciones de mi vida, y tengo muy claro que eso no me conviene.

Por fin veo acercarse al autobús, no se cuánto tiempo habré tenido que esperar; podrían haber sido horas o minutos, pero se me hizo eterno. Me disponía a coger todas las bolsas con la compra y a levantarme cuando de repente se me heló la sangre. Como si fuera a cámara lenta veo un balón rodar hasta el centro de la carretera y detrás de él al niño que debía ser el dueño. Todos cuantos estamos en la parada podemos ver un camión acercarse peligrosamente rápido hacia el pequeño, pero hay algo en mí que me dice que si no salgo corriendo ahora mismo hacia el niño, nadie lo hará. Sin pensarlo más; salgo como una flecha hacia el crío, que ajeno a todo lo que estaba pasando esta cogiendo muy lentamente su pelota, y justo antes de que llegara el camión consigo empujarle hasta el arcén. Respiro hondo cuando veo al niño a salvo, aunque desconcertado porque un extraño lo empuje sin saber el motivo, y en ese momento noto como mi cuerpo deja de responder mientras algo me arrolla.

Soy consciente que estoy tirado en el suelo, noto un dolor agudo en todo mi cuerpo y en especial, en mi pierna derecha. Quiero levantarme y decir a toda esa gente que está reunida en torno a mí que me dejen tranquilo, que estoy bien, pero es inútil, no puedo. Lo último que pienso al perder el conocimiento es que al menos aunque yo muera hay algo de mí que ya estaba muerto, desde hace mucho tiempo atrás.


Ocultarse no es desaparecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora