El frío aire de otoño se colaba por la única ventana que se encontraba en la habitación, y a pesar de todo, la pequeña niña, que estaba sentada en su cama abriendo su último obsequio de cumpleaños, no se inmutó.
Parecía un ángel viéndola desde cualquier ángulo: Su cabello negro azabache cayendo en cascada, llegando un poco más arriba de la cintura; aquellos cautivadores ojos color azul grisáceo, que le daban un toque delicado a su rostro; sus pequeños labios, que han de darle un aire inmaculado cada vez que sonríe y finalmente, su piel, que debe ser tan o más suave que mil pomos de algodón fusionados entre sí.
Allí estaba ella, quitando con gracia el papel que envolvía la caja.
Eran las nueve y media de la noche, es decir, que su festejo había terminado hace más de una hora. Una celebración a la que todos sus compañeros fueron con disfraces; algunos daban miedo mientras que otros causaban risa. Así es, su cumpleaños no es nada más y nada menos que el treinta y uno de octubre, en Halloween.
A pesar de ya haberse cambiado su disfraz de Caperucita Roja por su pijama, aún tenía puesta la brillante capa roja, que colgaba sobre sus hombros como una manta.
Su madre entró a la habitación en el momento en el que el papel, ya arrugado, caía en el suelo. Un juego de ajedrez cuyas fichas y tablero estaban hechos en vidrio. No había expresión alguna en el rostro de la niña, pero aquello no era algo de extrañar.
— ¿Te ha gustado tu obsequio? — preguntó la mujer mientras se sentaba en el borde de su cama.
Levantó la cabeza para mirar a su madre a la cara y asintió, en un gesto de agradecimiento.
— ¿Quieres aprender a jugar? — la niña volvió a asentir y su madre sonrió —. ¡Michael, ven un momento!
A los pocos segundos, un hombre de cabello negro y ojos cafés entró por la puerta de la habitación.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó con una voz tranquila.
— ¿Podrías enseñarle a Charlotte como jugar al ajedrez?
Sus ojos se iluminaron y no esperó ni un segundo más; tomó la caja y sacó con cuidado todas las piezas, colocando cada una en su lugar correspondiente.
Comenzó con el rey y la reina, luego con las torres y los alfiles, y finalmente con los caballos y los peones.
— Estos últimos podrán parecerte insignificantes — decía su padre —, pero en ningún momento debes descuidarlos. Poco a poco te darás cuenta de que es la pieza más valiosa del tablero.
Aquellas palabras quedaron grabadas en la mente de Charlotte, y a pesar de su edad, sabía que eso significaba que no había que menospreciar a aquellos que parecían débiles, sino darles una oportunidad de demostrar sus capacidades.
Sin más que agregar, una pequeña curva surcó los labios de la niña. Sus padres podrían haber jurado que estaba sonriendo, y por supuesto, les encantaba.
Se cruzó de piernas y posiciono el tablero frente a ella e, inmediatamente, miró a su padre a los ojos, pidiéndole con la mirada que jugaran una partida.
Su padre comenzó moviendo uno de los caballos al frente y ella movió uno de los peones. La niña movía sus fichas de un lado a otro sin saber qué hacer, ya que su padre había tomado sus dos caballos, las dos torres, tres peones y un alfil. Al final, con un mal movimiento de su parte, dejo que su padre tomara ventaja y gritara « ¡Jaque Mate!».
Las facciones de la pequeña se tensaron un poco, probablemente frustrada por haber perdido, pero tomó una profunda respiración y su rostro se relajó. Tomó las piezas del juego y volvió a ponerlas en la caja, guardándola con cuidado en su armario.
Se quitó la capa y la doblo de forma casi perfecta, guardándola en el tercer gabinete de su cómoda, que se encontraba justo al lado de su cama. Miró a sus padres, contando con cada detalle de ellos. La verdad, Charlotte tenía un poco de ambos: El cabello negro de su padre y los ojos azules de su madre. Una combinación majestuosa, efectivamente.
Se acercó con el sigilo de un gato que acecha a su presa y rodeo a sus padres con sus pequeños y delicados brazos, uniéndose en un abrazo familiar. No era algo que sucediera a menudo, pero si era algo digno de recordar.
Se acomodó en su cama, lista para dormir. Sus padres se acercaron a ella y con un beso de buenas noches, se despidieron de su pequeña.
— Feliz cumpleaños mi niña — dijo su madre en un leve susurro —. No todos los días cumples nueve años.
— Selina — la llamó su esposo —, deja que Charlie descanse. Vamos, te prepararé una taza de té.
Selina asintió y beso la frente de su hija, despidiéndose de forma definitiva.
Charlotte esperó unos segundos para asegurarse de que sus padres ya se habían ido y se levantó.
Sus padres olvidaron que la ventana seguía abierta, así que la niña se aproximó a ella.
Una gélida ráfaga de aire le golpeo el rostro, haciendo que sus mejillas tomarán poco a poco un tono rojizo y algunos mechones de su cabello se posaran sobre sus ojos. A Charlotte no le importó.
Cerró los ojos durante un momento, disfrutando del frío. Al abrirlos, posó su vista en un punto lejano, tal vez una estrella. El punto es que, su mirada se perdió en aquella hermosa oscuridad, olvidando por un instante en dónde estaba.
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Underground
Short StoryAquí en Dixia nada es lo que parece y nadie es quien dice ser. Ten cuidado con quien formarás una alianza, porque es tu vida la que pones en juego.