Capítulo 5

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De las llanuras hacia las cuevas habían unas cuantas horas, y sería crucial llegar lo más rápido posible.

A veces caminaban, otras veces competían hasta cierto punto. Unos segundos de silencio rápidamente interrumpidos por un comentario que iniciaría una conversación. Una sonrisa, una carcajada, un leve sentimiento de felicidad. Si, definitivamente disfrutaban aquel tiempo juntos.

— ¿No estás cansado? — preguntó Charlotte, tomando un sorbo de la botella de agua que había sacado de su mochila.

— ¿Tú lo estás? — contestó Edmund, mirándola con sus hermosos ojos verdes. Encantadores, pensaba Charlotte.

« ¿Cómo se te ocurre? Si hemos caminado kilómetros sin parar para llegar a quién sabe dónde » Pensó en responder, pero decidió recurrir a su lado cortés.

— Solo un poco.

Edmund no era tonto. Sabía que estaba agotada, lo podía percibir.

— ¿Serás capaz de llevar ambas mochilas? — preguntó él, quitándose la suya.

— Probablemente — respondió ella —, ¿Por qué?

Con agilidad, Edmund tomó a Charlotte y la dejó en su espalda, haciendo de caballo y jinete.

— Sujétate fuerte, no vaya a ser que te caigas.

Edmund no tuvo que esforzarse mucho en llevar a aquella chica en su espalda: era tan ligera como una pluma. Además, el hecho de que ella se aferrara de aquella manera a él le encantaba. Podía sentir su delicada respiración sobre su cuello y, a veces, Charlotte posaba su cabeza sobre los hombros de Edmund.

Mientras tanto, ella se sentía segura junto a aquel pelirrojo. Admiraba su fuerza, su valentía, su iniciativa. Igualmente, disfrutaba la vista desde aquel punto. Su corta estatura no le permitía contemplar el ambiente que la rodeaba. Sentía el viento alborotar un poco su cabello, y podía visualizar algunos árboles a lo lejos, así como varios campos llenos de color. Ocasionalmente, pasaba sus manos por el rostro de Edmund.

Poco después, llegaron a lo que parecía ser la entrada a otro bosque. Ya empezaba a oscurecer, y sus posibilidades de sobrevivir escaseaban.

— ¿Seguro que vamos por el camino correcto? — preguntó Charlotte, bajándose con cuidado.

— Completamente seguro — y sinceramente deseaba no estarlo. Si querían llegar a las Cavernas de Hielo, tendrían que pasar por el Bosque Eterno —. Pase lo que pase, no te separes de mí hasta que lleguemos a la salida.

Este lugar no era como aquel donde Edmund vivía, no. Troncos secos con filosas ramas cubrían un extenso terreno. Eterno, como su nombre lo indicaba. Aún faltaba un poco para que oscureciera, pero allí parecía medianoche.

Charlotte tomó una profunda respiración y se adentró junto a Edmund en la oscuridad.

***

Los dos jóvenes se encontraban en silencio, pero el bosque era todo lo contrario: las ramas crujían y se removían de su lugar, el viento soplaba tan fuerte que producía un sonido escalofriante, los cuervos pasaban seguido por su lado advirtiéndoles de un posible peligro y una sensación de ser observados.

Cada paso que daban parecía indicar diez más, y empezaron a tener la impresión de que se quedarían atrapados allí para siempre.

Edmund observó unos segundos a Charlotte. No podían rendirse aún, no estando tan cerca de llegar. Tomó con fuerza su frágil mano y transmitió seguridad a la chica.

A lo lejos, ella divisó algo. La salida. Su rostro se iluminó.

— ¡Edmund, allí está la salida! — dijo ella procurando no levantar mucho la voz.

Él levanto su rostro y esbozó una gran sonrisa.

El estrepitoso sonido de un trueno borró de repente sus esperanzadores pensamientos, y anunció consigo una tormenta. Lluvia. Pero no caería agua.

— ¡Corre!

Corrieron tan rápido como sus piernas se los permitían, pero la lluvia los alcanzó, y las gotas de sangre que caían del cielo marcaron el camino que llevaban. Charlotte recordó su clase de literatura.

"Aléjate del bosque tanto como puedas"

— Las bestias — susurró para sí misma —. ¡Corre o te atraparán!

Tarde. Algo, seguramente un cuerpo, movía exageradamente las hojas de un arbusto seco que se encontraba cerca. Charlotte no pudo evitar pegar un pequeño grito cuando el individuo salió.

— Cuidado — dijo Edmund, evitando soltar una carcajada —, que podría hacerte daño si te le acercas mucho.

Charlotte se quedó mirando fijamente a aquel pequeño conejo. No era un conejo cualquiera; sus ojos tenían un brillo maligno. Y en ese momento, sus pequeños ojos cambiaron al mismo tono que el de la sangre que los rodeaba.

Sus patas se alargaron, deshaciéndose de la suavidad tan propia que poseían; Sus dientes se afilaron, y parecían haberse duplicado; Su pelaje perdió brillo, y una capa de suciedad y sangre lo cubrían de pies a cabeza.

— Una joven pareja que se arriesga a atravesar el bosque de noche — comenta aquel horrible mutante con una voz tan distorsionada que resulta irreal —. ¿Acaso nunca escucharon los rumores de los que se atreven a pasar por aquí?

Mientras tanto, Edmund busca una daga que había escondido en su pantalón. Charlotte se da cuenta de ello.

Por su parte, ella se dispone a analizar a aquel mutante. Al principio era un inofensivo conejito, y se había transformado en una bestia sanguinaria.

Edmund estaba a punto de lanzar su daga directo a los ojos de lo que aún podía considerar un animal, pero Charlotte lo detuvo.

— ¡No lo hagas! — le dijo mirándolo directo a los ojos —. Es un inocente.

— ¡¿Cómo puede ser esa cosa un inocente?! — preguntó Edmund desesperado.

— Es una prueba — dijo mientras se acercaba lentamente a la criatura —. ¿Recuerdas lo que dijiste acerca de la guerra? Quieren eliminar a los traidores.

Al terminar, un pequeño temblor sacudió el bosque, e inmediatamente desapareció la sangre. Los árboles se llenaron de vida de nuevo y aquel monstruo tomó forma humana. O bueno, casi humana.

— Bienvenidos — saludó una mujer con orejas en su cabeza y los dientes de un conejo. Vestía un impecable vestido blanco que llegaba un poco más arriba de sus patas —. Han de preguntarse sobre mi apariencia, ¿no es así?

Charlotte asintió.

— Ha sido la antigua Kuina — comentó la mujer-conejo —. Una criatura que no podría causar daño alguno, que se viera completamente inofensiva, pero que también podía transformarse en la bestia más peligrosa que hayas visto. Yo me ofrecí para ser esa criatura, y me concedió una forma casi humana para proteger a todos los inocentes.

— ¿Qué hay de los que entran al bosque y nunca salen? — preguntó Edmund, aún no muy convencido de lo que aquella mujer decía.

— Los traidores mueren — explicó con tranquilidad —, y los inocentes se refugian en las Cavernas de Hielo. Supongo que hacía ellas se dirigían.

— Así es.

— Bien, yo los guiaré a la entrada — dijo y camino sin esperarlos —. Por cierto, pueden llamarme Giggles.



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