El cumpleaños del niño que vive en Disneylandia.

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Yo no sabía que poseía tantas habilidades hasta que conocí a Mr. Wammy. Bajo sus órdenes tuve que hacerla de jardinero, niñera, cocinero, maestro, detective y hasta actor.

Después del episodio de la Stanmore library, mi jefe pasó dos días recluido en la mansión de los leones; gracias a su diario pude enterarme de que se dedicó al estudio intensivo del piano. Estaba decidido a volver a la residencia Melbourne, para lo cual debía refrescar su técnica en el instrumento. Mientras tanto, yo cumplí su petición de investigar acerca de Elizabeth en la pequeña hemeroteca de la localidad, pero no encontré ni una línea acerca de ella. En cambio, sobre el señor Thomas abundaba la información; los periódicos hablaban de sus negocios y su escandaloso divorcio. Saqué en claro que no tenía hijos, y su único hermano, quien debía ser el padre de la beldad, radicaba en el extranjero.

No quería decepcionar a mi patrón, así que urdí un loco plan: esperé a que la sirvienta de los Melbourne saliera y fingí que me caía.

—¡Señor, señor! ¿Qué tiene? —gritó ella, mientras me sujetaba.

—Estoy muy mareado. Creo que se me ha bajado la presión. ¿Podría ayudarme a entrar en esa cafetería? —dije señalando un establecimiento cercano—. Necesito tomar algo con azúcar.

La muchacha me ayudó a instalarme en una mesa. Ordené chocolate caliente y una malteada para ella.

—No, señor, no debe molestarse. Ya me voy a casa —advirtió.

—Por favor acompáñeme mientras me recupero. Si quiere, puedo pagarle.

Puse un billete de alta denominación sobre la mesa y la joven se sentó.

—Gracias, pero no es necesario. Hay que hacer el bien sin mirar a quien —declaró sonriendo, pero después de una hora se comió sus palabras y terminó llevándose la propina. Fue dinero bien invertido, pues la doncella era una chismosa consumada. Así supe que al principio Thomas se había mostrado muy disgustado con la llegada de Elizabeth, pero luego hasta había contratado a un guardia muy guapo llamado Robert Gibbs para cuidarla. La criada criticó a su ama por arreglarse tanto, pues consideraba que a sus treinta años debería resignarse a su soltería, y también mencionó que miss Melbourne había estado muy asustada por los recientes desastres, ya que iba a asumir la jefatura de la fábrica destruida.

El sábado siguiente entregué mi reporte; Quillsh escuchó todo con gran atención y luego, poniéndose colorado, me ordenó que consiguiera un manojo de rosas.

—Los brotes que planté ya están por abrirse. ¿De todas formas compro más? —pregunté desconcertado.

—No son para el jardín. Las quiero envueltas en celofán, y con un lazo —replicó con voz tímida—. Voy a hacer una visita.

Me entristecía que no me confiara sus inquietudes amorosas, pero no tenía derecho a pedirle explicaciones, así que fui al mercado y compré una docena de flores carmesíes, recién abiertas y frescas como los campos de Winchester. Al entregárselas, no pude contenerme y le dije: "Seguro que a Elizabeth le encantarán", pero ni así conseguí que me confesara su enamoramiento.

¿Quién se iba a imaginar que el ramo no llegaría a su destinataria? Cuando Wammy regresó a casa de la artista, lo hizo con las manos vacías. En el último momento había decidido dejar el presente en el auto, pues se le fue el valor para externar su afecto.

—¡Hola, Mr. Wammy! —saludó la pianista con emoción—. ¡No sabe cuánto lo he esperado!

Quillsh estrechó brevemente la mano de la dama; sudaba tanto, que no quería ni tocarla.

—He traído algunas partituras — indicó él, mostrando unos libros para disimular su nerviosismo.

—¡Fabuloso! La tarde está muy bonita, y qué mejor que pasarla tocando.

Death Note: Los bombazos locos de WinchesterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora