Tres marchas militares.

144 18 2
                                    

La residencia del señor Melbourne era grande y ostentosa. La fachada recién remodelada pregonaba la fortuna que iba en aumento. Quillsh observó las estatuas de mármol que flanqueaban la puerta mientras esperaba a que le abrieran. Por fin, una sirvienta gruñona lo hizo pasar, y en una magnífica sala lo recibió el dueño de la casa.

—Traiga una bandeja con bocadillos para nuestro invitado —ordenó Thomas Melbourne a la doncella—. Quiero que compruebe lo bien que cuecen las estufas de nuestra marca.

Mr. Wammy tomó asiento y confeccionó una sonrisa para aquel hombre gordo y sudoroso que no ocultaba su envidia.

—No me quedaré mucho tiempo. Únicamente quiero que platiquemos un poco sobre el incendio —dijo el visitante.

—Ese desastre sólo nos hizo cosquillas. Ya debe usted saber que somos los fabricantes número uno en Inglaterra. De hecho, si no fuera porque estoy tan terriblemente ocupado con mis negocios, ya habría abierto muchas más factorías. Lo bueno es que mi sobrina va a encargarse de las nuevas sucursales.

—¿Contaba su fábrica con un sistema anti incendios?

Thomas Melbourne enrojeció de ira, pero trató de hablar con calma.

—Por supuesto que estaba equipada con uno muy moderno. El problema fue que nos pusieron una bomba.

—¿Una bomba?

—Así es. Seguro que algún rival quiso perjudicarme. Lo peor de todo es que la ley parece estar de su lado.

—¿Qué dice?

—La policía validó la seguridad de mis instalaciones, porque los peritos regulares se encontraban ocupados con lo de la gran tormenta. Algún maldito oficial debió meter la bomba justo en el generador principal para que todo se sobrecargara, aprovechando que las cámaras aún no estaban activadas.

Melbourne tosió nerviosamente, comprendiendo que había hablado demasiado. Ambos permanecieron en silencio un rato, y después el gordo continuó:

—Como verá, no nos hacen falta sus servicios, pero agradezco su amable visita. Con lo mal que van sus negocios, es natural que quiera hacer ventas por todos lados.

Mr. Wammy no respondió. A su oído habían llegado las notas de un piano.

—¿Three marches militaires? Esa pieza es para cuatro manos. ¿Quién está tocando?

El sonido del timbre interrumpió la escena, y detrás de la sirvienta fueron entrando cuatro simpáticas niñitas que cargaban partituras. Enseguida, una hermosa mujer apareció en la sala para recibirlas.

—¡Ah! ¡Hola! —exclamó con turbación al ver al invitado—. Disculpe, no sabía que estaba usted aquí. Yo soy Elizabeth, la sobrina del señor Melbourne.

Quillsh apretó la mano que le ofrecían, sintiendo que el corazón se le escapaba del pecho. Ni siquiera fue capaz de presentarse.

—Este es Mr. Wammy —intervino el anfitrión, y tras una pausa reflexiva, agregó con actitud extremadamente amable: "este caballero es uno de los hombres más exitosos del país. Su ingenio y fortuna no tienen comparación".

—Schubert —dijo el aludido entre balbuceos—. ¿Era usted quien tocaba?

—Oh, sí —repuso la dama—. Soy maestra de piano. Justo ahora está por comenzar mi clase —dijo, abrazando a las nenas.

—¿Le gustaría acompañarlas? —propuso Thomas, para sorpresa de su invitado.

—Oh, bueno. Sí, un momento —logró responder Wammy—. Siempre y cuando no les cause molestias.

Death Note: Los bombazos locos de WinchesterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora