Llegó un violinista con un libro de partituras y se encaramó al excelso pupitre convirtiéndolo en escenario, y al afinar sonaba como un dolor de estómago. Entró la señora Fezziwig, sólida y consistente, toda sonrisas. Entraron las tres señoritas Fezziwig, radiantes y adorables. Entraron los seis jóvenes pretendientes cuyos corazones ellas habían roto. Entraron todos los hombres y mujeres jóvenes empleados en el negocio. Entró la criada, con su primo el panadero. Entró la cocinera con el amigo de su hermano, el lechero. Entró el chico de enfrente, del cual se sospechaba que su patrón no le daba comida suficiente; entró disimuladamente tras la chica de la puerta siguiente a la de al lado, de la que se había comprobado que su señora le daba tirones de orejas. Todos entraron, uno tras otro. Algunos tímidamente, otros descaradamente; unos con gracia, otros desmañados; unos tirando, otros empujando. De una a otra forma, entraron todos. Y allí estaban veinte parejas a la vez, de las manos media vuelta y de espalda para atrás; juntos en el medio y otra vez adelante; gira y gira en diversas figuras de afectuosa agrupación; la vieja pareja de cabeza, girando siempre hacia el lado equivocado; la nueva pareja de cabeza a empezar otra vez cuando les tocaba el tumo; todos parejas de cabeza y ninguna de cola. Cuando se vio el resultado, el viejo Fezziwig, dando palmadas par detener la danza, gritó: ¡Muy bien!, y el violinista hundió su rostro acalorado en un gran tanque de cerveza, especial para la ocasión. Sin querer más descanso, volvió a empezar al instante, aunque todavía no tenía bailarines, como si al violinista anterior lo hubiesen tenido que llevar a su casa agotado. Ahora parecía un hombre nuevo, dispuesto a vencer o morir. Hubo más danzas; luego, juego de prensas y más danzas; había tarta, sangría caliente, un gran pedazo de asado frío y un gran pedazo de hervido frío, pastelillos de carne y abundante cerveza. Pero el gran efecto de la velada se produjo tras el asado y el hervido, cuando el violinista (un perro viejo; la clase de persona que sabía lo que hacía mejor que nadie) atacó los acordes de "Sir Roger de Coverley". El viejo Fezziwig sacó a bailar a la señora Fezziwig, encabezando la danza otra vez frente a unas parejas que no se achicaban fácilmente, gente capaz de danzar aunque no tuviesen noción de andar. Pero aunque hubiesen sido muchas más parejas, el viejo Fezziwig habría podido medir fuerzas con todos, y lo mismo la señora Fezziwig. Por lo que a ella respecta, merecía emparejarse con él en todos los sentidos de la palabra, y si ésta no es alabanza suficiente, dígaseme otra y la utilizaré. Ellas brillaban como lunas en todas las fases de la danza. No se podía predecir qué harían al momento siguiente. Y cuan-do el viejo Fezziwig y señora realizaron todas las figuras de la danza avance y retirada, sujetando a la pareja de las ma-nos, inclinación y reverencia; movimiento en espiral; «enhebra la aguja y vuelve a tu sitio», Fezziwig «cortó»; cortó tan gallardamente que pareció parpadear con las piernas en el aire antes de caer de pie sin una vacilación. Este baile doméstico se dio por terminado cuando sonaron las once. El señor y señora Fezziwig tomaron posiciones a ambos lados de la puerta y fueron dando la mano a todos, uno por uno, a medida que salían, y al mismo tiempo les desearon Felices Navidades. Lo mismo hicieron con los dos aprendices; se fueron apagando las voces alegres y los dos chicos se dirigieron a sus camas, situadas bajo un mostrador de la trastienda. Durante todo este tiempo Scrooge actuó como un hombre fuera de sus cabales. Su corazón y su alma estaban pues-tos en la escena con su antiguo ser. Lo corroboraba todo, recordaba todo, disfrutaba con todo, y era presa de la más extraña agitación. Hasta que los iluminados rostros de Dick y su yo anterior quedaron fuera de la vista, no se había acordado del fantasma, y ahora fue consciente de que éste le mi-raba intensamente mientras la luz de su cabeza iluminaba con brillante claridad. «Con qué poca cosa», dijo el fantasma, «se sienten llenos de gratitud esos dos tontos». «¡Poca cosa!», repitió Scrooge. El espíritu le hizo seña de que escuchase a los dos aprendices, que se deshacían en alabanzas de Fezziwig. Después dijo: «¡Pero si es cierto! No ha hecho más que gastarse unas pocas libras de tu dineto mortal, tal vez tres o cuatro. ¿Merece por eso tal gratitud?».
«No es así», dijo Scrooge irritado con la observación y ha-blando sin querer como su yo pasado y no como el actual.
«No se trata de eso, espíritu. Tenía la facultad de hacernos felices o desgraciados, de hacer nuestro trabajo agradable o pesado, un placer o un tormento. Su facultad estaba en las palabras y en las miradas, en cosas tan insignificantes y sutiles que resulta imposible valorarlas. La felicidad que proporciona vale más que una fortuna». Percibió la mirada del espíritu y se calló. «¿Qué sucede? », preguntó el espíritu. «Nada de particular», dijo Scrooge. «Yo pienso que sí», insistió el fantasma. «No», dijo Scrooge, «No. Me gustaría tener la oportunidad de decirle un par de cosas a mi escribiente ahora mismo. Eso es todo». Mientras formulaba este deseo, su ser del pasado apagaba las lámparas. Scrooge y el fantasma volvieron a quedar al aire libre. «Me queda poco tiempo, observó el espíritu. «¡Rápido!». No se dirigía a Scrooge ni a nadie visible, pero produjo un efecto inmediato. Scrooge volvió a contemplarse otra vez. Ahora tenía más edad, un hombre en plenitud de vigor. Su rostro no presentaba los agrios y rígidos rasgos de años posteriores, pero empezaba a mostrar signos de preocupación y avaricia. Sus ojos tenían una movilidad ansiosa, codiciosa, incesante, que indicaba la pasión que en él se había enraizado y seguiría creciendo. No estaba solo. Una joven rubia y vestida de luto estaba sentada junto a él; en sus ojos había lágrimas que brillaban a la luz del fantasma de la Navidad del pasado. «¿Qué ídolo te ha desplazado?», replicó él. «Uno de oro». «¡Pero si es la actividad más imparcial del mundo!», dijo él. «Nada hay peor que la pobreza y no hay por que condenar con tal severidad la búsqueda de la riqueza». «Tienes demasiado miedo al mundo», dijo ella dulcemente. «Todas las demás ilusiones las has sepultado con la ilusión de quedar fuera del alcance de los sórdidos reproches del mundo. He visto sucumbir, una tras otra, tun más nobles aspiraciones hasta quedar devorado por la pasión principal, el Lucro. ¿No es cierto?». «¿Y qué? », replicó él. «¡Y qué si ahora soy mucho más listo?. Contigo nada ha cambiado». Ella negó con la cabeza. «¿En que he cambiado?', preguntó él. «Nuestro compromiso fue hace tiempo. Se hizo cuando ambos éramos pobres y conformes con serlo hasta que, con mejores tiempos, pudiéramos mejorar de fortuna con paciente labor. Tú eres lo que ha cambiado. Cuando non compro-metimos eras otro hombre. «Era un muchacho», dijo él con impaciencia. «Tu propio sentido lo dice que no eres el mismo», replicó ella. «Yo sí. Aquella que prometió felicidad cuando no éramos más que un solo corazón, está abrumada por el dolor ahora que somos dos. No sabes cuán a menudo y con qué profundidad lo he pensado. Me basta con haberlo tenido que pensar para que te libere de tu compromiso». «¿Acaso te lo he pedido? ». «Con palabras, no. Nunca». «Entonces, ¿cómo? ». «Con una naturaleza cambiada, con un espíritu alterado, otra atmosfera vital, otra Ilusión como gran meta. Con todo aquello que había hecho mi amor valioso a tun ojos. Si entre nosotros no hubiera existido esto», dijo la joven mirándole dulcemente pero con fijeza, «contéstame, ¿me habrías buscado y habrías intentado conquistarme? ¡Ah, no!». El, sin poderlo evitar, pareció rendirse a la justicia de sus suposiciones. Pero hizo un esfuerzo para decir:
«No pienses así».
«Con mucho gusto pensaría de otro modo si pudiera»,
respondió,
«¡bien lo sabe Dios! Tras haber constatado una verdad como ésta, sé lo fuerte a irresistible que debe ser. Pero si hoy, mañana, ayer, estuvieses libre de compromisos, ¿podría yo creerme que ibas a elegir a una chica sin dote tú, que todo lo mides por el rasero del Lucro? O si la eligieses, traicionando tus propios principios, sé que pronto te arrepentirías y lo lamentarías. Por eso te devuelvo tu libertad. De todo corazón, por el amor de aquel que fuiste un día». El estaba a punto de decir algo, pero ella prosiguió apartando su mirada:
«Es posible que te duela, casi lo deseo en memoria de nuestro pasado. Transcurriría un tiempo muy, muy corto y lo olvidarás todo, gustosamente, como si te despertases a tiempo de un sueño improductivo. ¡Que seas feliz con la vida que has elegido!». Ella le dejó y se separaron. «¡Espíritu, no quiero ver más!», dijo Scrooge. Llévame a casa. ¿Por qué te complaces torturándome?». «¡Sólo una imagen más! », exclamó el fantasma. «¡Ni una más! », gritó Scrooge. «¡Basta! ¡No quiero verlo! ¡No me muestres más! » Pero el implacable fantasma le aprisionó entre sus brazos y le obligó a observar lo que sucedió a continuación.