Era otra escena y otro lugar: una habitación no muy grande ni elegante, pero llena de confort. junto a la chimenea invernal se hallaba sentada una bella joven tan parecida a la anterior que Scrooge creyó que era la misma hasta que la vio a ella, ahora matrona atractiva, sentada frente a su hija. En aquella estancia el ruido era completo tumulto pues ha-bía más niños allí de los que Scrooge, con su agitado estado mental, podía contar. Y, al contrario que en el celebrado rebaño del poema, no se trataba de cuarenta niños comportándose como uno solo, sino que cada uno de los niños se comportaba como cuarenta. Las consecuencias eran tumultuosas hasta extremos increíbles, pero no parecía importarle a nadie; por el contrario, la madre y la hija se reían con todas las ganas y lo disfrutaban. La hija pronto se incorporó a los juegos y fue asaltada por los jóvenes bribones de la ma-nera más despiadada. ¡Lo que yo habría dado por ser uno de ellos! ¡Claro que yo nunca habría sido tan bruto, no, no! Por nada del mundo habría despachurrado aquel cabello trenzado ni le habría arrancado de un tirón el precioso zapatito. ¡De ninguna manera! Lo que sí habría hecho, como hizo aquella intrépida y joven nidada, es tantear su cintura ju-gando; me habría gustado que, como castigo, mi brazo hubiera crecido en torno a su cintura y nunca pudiera volver a enderezarse. Y también me habrá encantado tocar sus labios y haberle hecho preguntas para que los abriese; haber mirado las pestañas de sus ojos bajos sin provocar un rubor; haber soltado las. ondas de su pelo y conservar un mechón como recuerdo de valor incalculable; en suma: me habría gus-tado, lo confieso, haberme tomado las libertades de un niño siendo un hombre capaz de conocer su valor. Pero ahora se escuchó una llamada en la puerta, inmediatamente seguida de tales carreras que ella, con un rostro ri-sueño y el vestido arrebatado, fue arrastrada hacia el centro de un acalorado y turbulento grupo justo a tiempo para sa-ludar al padre que llegaba al hogar, auxiliado por un hom-bre cargado de juguetes navideños y regalos. Luego todo fue vocear, luchar y asaltar violentamente al indefenso porteador. Le escalaron con sillas, bucearon en sus bolsillos, le ex-poliaron los paquetes envueltos en papel marrón, le sujeta-ron por la corbata, se le colgaron del cuello, aporrearon su espalda, y le dieron patadas en las piernas con un amor irreprimible. ¡Las exclamaciones de admiración y contento que siguieron a cada apertura de paquete! ¡La terrible noticia de que habían sorprendido al bebé en el momento de llevarse a la boca una sartén de juguete, y se sospechaba con mucho fundamento que se había tragado un pavo pegado a una planchita de madera! ¡El alivio inmenso al descubrir que era una falsa alarma! ¡El gozo, la gratitud, el éxtasis! No es po-sible describirlos. Baste decir que, por orden de gradación, los niños y sus emociones salieron del salón y, de uno en uno, se fueron por una escalera a la parte más alta de la casa; allí se metieron en la cama y, por consiguiente, se apaciguaron. Y ahora Scrooge miró con mayor atención que nunca, cuando el señor de la casa, con su hija cariñosamente apoyada en él, se sentó con ella y con la madre en su sitio junto al fuego. A Scrooge se le nubló la vista cuando pensó que una criatura tan grácil y llena de promesas como aquella po-dría haberle llamado "padre" y ser una primavera en el macilento invierno de su vida.
«Belle», dijo el marido volviéndose sonriente hacia su mujer,
«esta tarde he visto a un viejo amigo tuyo».
«¿Quién era?».
«No sé... ¡Ya lo sé!», añadió de un tirón, riendo sin Parar.
«El señor Scrooge».
«Era el señor Scrooge. Pasé por delante de su despacho y como tenía encendida la luz, casi no pude evitar el verle. He oído decir que su socio se está muriendo y allí estaba él solo, sentado. Solo en la vida, creo yo». «¡Espíritu!», dijo Scrooge con la voz quebrada,
«sácame de aquí».
«Te he dicho que éstas eran sombras de las cosas que han sido», dijo el fantasma.
«Son lo que son ¡No me eches la culpa! »
«¡Sácame!», exclamó Scrooge. «¡No lo resisto!».
Se giró hacia el fantasma y viendo que le contemplaba con un rostro en el que, de cierto modo extraño, había fragmen-tos de todos los rostros que le había mostrado, forcejeó con él. «¡Déjame! ¡Llévame de vuelta! ¡No sigas hechizándome!».
En el forcejeo, si se puede llamar forcejeo aunque el fantasma, sin resistencia notaria por su parte, no parecía afecta-do por los esfuerzos de su adversario, Scrooge observó que su luz era intensa y brillante; vagamente asoció este hecho con el influjo que sobre él ejercía, y agarró el gorroapagador y, con un movimiento repentino, se le incrustó en la cabeza. El espíritu cayó debajo, de manera que el apagador le cubrió totalmente. Pero aunque Scrooge lo presionaba con todas sus fuerzas, no pudo apagar la luz, que salía por debajo en chorro uniforme sobre el suelo. Se sentía agotado y vencido por un irresistible sopor; tam-bién se dio cuenta de que estaba en su propio dormitorio. Dio un último empujón al gorro y su mano se relajó; apenas tuvo tiempo de llegar tambaleante a la cama antes de hundirse en un sueño profundo.