PRIMERA ESTROFA (PARTE 2)

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Scrooge dijo que le acompañaría sí, de veras que lo dijo. Pero completó la frase diciendo que le acompañaría antes en la calamidad.
«Pero ¿por qué?», exclamó el sobrino de Scrooge.
«¿Por qué?»
«¿Por qué te casaste?», dijo Scrooge.
«Porque me enamoré».
«¡Porque te enamoraste!», gruñó Scrooge, como si fuese la única cosa en el mundo más ridícula que una feliz Navidad.
«¡Buenas tardes!»
«No, tío, tú nunca venías a verme antes de hacerlo. ¿Por qué lo pones como excusa para no venir ahora?»
«Buenas tardes», dijo Scrooge. «No quiero nada de ti; no te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podemos ser amigos?»
«Buenas tardes», dijo Scrooge. «Lamentó de todo corazón verte tan inflexible. Tú y yo no hemos tenido ninguna querella, al menos por mi parte; pero he hecho esta prueba en honor a la Navidad y mantendré el espíritu de la Navidad hasta el final. Así, pues, ¡Felices Pascuas, tío?» «Buenas tardes», dijo Scrooge.
A pesar de todo, el sobrino salió del cuarto sin una palabra de enfado.
Se detuvo para felicitar al escribiente, quien, frío como estaba, fue más afable que Scrooge y devolvió cordialmente la salutación.
«Otro que tal baila», murmuró Scrooge que le había oído.
«Mi escribiente, con quince chelines semanales, esposa y familia, hablando de Felices Pascuas. Es para meterse en un manicomio».
Aquel lunático, al acompañar al sobrino de Scrooge hasta la puerta, dejó entrar a otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de agradable presencia, y ahora estaban de pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban en la mano libros y papeles, y le saludaron con una inclinación de cabeza. «De Scrooge y Marley, creo», dijo uno de los caballeros comprobando su lista.
«¿Tengo el placer de dirigirme a Mr. Scrooge o a Mr. Marley?» «Mr. Marley lleva muerto estos últimos siete años» repuso Scrooge.
«Murió hace siete años, esta misma noche».
«No nos cabe duda de que su generosidad está bien representada por su socio supérstite», dijo el caballero presentando sus credenciales. Y era cierto porque ellos habían sido dos almas gemelas. Al oír la ominosa palabra "generosidad", Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió las credenciales.
«En estas festividades, Mr. Scrooge», dijo el caballero tomando una pluma,
«es más deseable que nunca que hagamos alguna ligera provisión para los pobres y menesterosos, que sufren muchísimo en estos momentos. Muchos miles carecen de lo más indispensable y cientos de miles necesitan una ayuda, señor».
«¿Ya no hay cárceles?», preguntó Scrooge.
«Está lleno de cárceles», dijo el caballero volviendo a posar la pluma.
«¿Y los asilos de la Unión?», inquirió Scrooge.
«¿Siguen en activo?»
«Sí, todavía siguen», afirmó el caballero,
«y desearía poder decir que no». «Entonces, ¿están en pleno vigor la Ley de Pobres y el Treadmill?», dijo Scrooge.
«Los dos muy atareados, señor». «¡Ah! Me temía, con lo que usted dijo al principio, que hubiera ocurrido algo que les impidiera seguir su beneficioso derrotero», dijo Scrooge.
«Me alegro mucho de oírlo». «Teniendo la impresión de que esas instituciones probablemente no proporcionan a las masas alegría cristiana de mente ni de cuerpo», respondió el caballero, «unos cuantos de nosotros estamos intentando reunir fondos para comprar a los pobres algo de comida y bebida y medios de calentarse. Hemos elegido estas fechas porque es cuando la necesidad se sufre con mayor intensidad y más alegra la abundancia. ¿Con cuánto le apunto?»
«¡Con nada!», replicó Scrooge. «¿Desea usted mantener el anonimato?»
«Deseo que me dejen en paz», dijo Scrooge.
«Ya que me preguntan lo que deseo, caballeros, esa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo permitirme el lujo de que gente ociosa la celebre a mi costa. Colaboro en el sostenimiento de los establecimientos que he mencionado; ya me cuestan bastante, y quienes están en mala situación deben ir a ellos». «Muchos no pueden ir; y muchos preferirían la muerte antes de ir».
«Si preferirían morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así descendería el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, a mí no me consta». «Pero usted tiene que saberlo», observó el caballero.
«No es asunto mío», respondió Scrooge.
«A un hombre le basta con dedicarse a sus propios asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí continuamente ocupado.
Buenas tardes, caballeros!» Viendo claramente que sería inútil seguir insistiendo, los caballeros se retiraron. Scrooge reanudó sus ocupaciones con una opinión de sí mismo muy mejorada y mejor humor del que en él era habitual. Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensificado de tal modo que unas cuantas personas corrían de un lado a otro con resplandecientes hachas de viento, ofreciendo sus servicios para ir delante de los coches de caballos hasta su destino. Se hizo invisible la antigua torre de una iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando sigilosamente en dirección a Scrooge por un ventanal gótico del muro, y daba las horas y los cuartos en las nubes con trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba le castañetas en los dientes en su cabeza helada. El frío se extremó. En la calle principal, hacia la esquina del patio, unos obreros estaban reparando la conducción del gas y habían encendido una gran hoguera en un brasero; en torno al fuego se había reunido un grupo de hombres y muchachos andrajosos que, en éxtasis, se calentaban las manos y guiñaban los ojos ante las llamaradas. La llave del agua había quedado abierta y, al rebosar, se congelaba en rencoroso silencio hasta convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de los escaparates, donde al calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de acebo, volvía rojizos los pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y ultramarinos ofrecían una espléndida escena; resultaba casi imposible creer que allí pintasen algo unos principios tan tediosos como los de la compraventa. El lord mayor, en su baluarte de la magnífica Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta mayordomos y cocineros para celebrar las Navidades como correspondía a la casa de un lord mayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multado con cinco chelines el lunes pasado por andar borracho y pendenciero por las calles, estaba en su buhardilla revolviendo la masa del pudding del día siguiente, mientras su flaca esposa y el bebé habían salido a comprar carne de ternera. ¡Todavía más niebla y más frío! Un frío punzante, penetrante, mordiente. Si el buen San Dunstan, en vez de utilizar sus armas habituales, hubiera pinzado la nariz del Espíritu Maligno con solo un toque de semejante clima, seguro que éste habría proferido los mejores propósitos. El poseedor de una joven y escasa nariz, roída y mascullada por el hambriento frío como un hueso roído por los perros, se encorvó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para deleitarle con un villancico. Pero a los primeros sones de
«¡Dios bendiga al jubiloso caballero! ¡Que nada le traiga el desaliento!»

CUENTO DE NAVIDAD ( CHARLES DICKENS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora