«¿Qué pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mu-jer. «Todo el mundo tiene derecho a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!» «¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera. «El más que nadie.» «Bueno, pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién es el más precavido? Supongo que no vamos a andamos con miramientos.» «¡Claro que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hom-bre. «Esperemos que no.» «Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer. «Ya bastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro cosas? Supongo que al muerto no.» «Claro que no», dijo la señora Dilber riendo. «Si quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió la mujer, «por qué no fue una persona normal y corriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se habría ocupado de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado, solo, dando las últimas boqueadas. » «Esa es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber. «Fue un castigo de Dios.» «Lástima qué no haya sido un castigo un poco más abun-dante», replicó la mujer, «y os aseguro que lo hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra el fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me importa ser la primera ni que éstos lo vean. Antes de encon-trarnos aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos soco-rriendo a nosotros mismos, creo yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe». Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hom-bre de negro desteñido abrió la brecha el primero y exhibió su botín. No era muy copioso. Un par de sellos, una caja de lapiceros, unos gemelos de camisa y un alfiler de corbata sin gran valor. Eso era todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetos cuidadosamente y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la suma total. «Esta es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el siguiente?» La siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas prendas de vestir, dos viejas cucharillas de plata, un par de pinzas para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó expresada en la pared igual que la anterior. «Siempre pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es como me arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute por un penique más, me arre-pentiré de ser tan generoso y rebajo media corona.» «Y ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer. Joe se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer muchísimos nudos, arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscura. «¿Qué diréis que es esto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!» ¡«Ay!», exclamó la mujer riendo y echándose hacia delan-te sobre sus brazos cruzados. «¡Cortinajes de cama!» «No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo mien-tras él estaba allí acostado» dijo Joe. «Sí, lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacer-lo?» «Usted ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. » «Lo que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy a soltar por un hombre como era él, le doy mi palabra, respondió la mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el aceite en las mantas.» «¿Eran de él?» preguntó Joe. «¿De quién piensa usted, si no?» replicó la mujer. «Me atrevo a decir que no va a coger frío sin ellas.» «Supongo que no habrá muerto de algo contagioso, ¿ver-dad?», dijo el viejo Joe interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente. «No tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto ape-go como pata andar merodeando a su alrededor para que-darme con esas cosas si lo de él hubiera sido contagioso. ¡Ah! , puede sacarse los ojos mirando la camisa que no encontrará ni un agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía y además es muy buena. De no ser por mi, la habrían des-perdiciado». «¿A qué llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe. «A ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una risotada. «Alguien fue tonto como para hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el percal no sirve para eso, no sirve para nada y al cadáver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con la otra». Scrooge escuchaba este diálogo horrorizado. Se habían sen-tado agrupados en torno al botín a la escasa luz de la lámpa-ra del viejo, y Scrooge les contemplaba con un aborrecimiento y una repugnancia tales que no habrían sido mayores aun-que hubiera tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadáver. «Ja, ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con dinero y distribuyó en el suelo las diver-sas ganancias de cada uno. «¡Así se acaba, ya ven! El espan-taba a todos cuando estaba vivo para que nos aprovecháse-mos nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!» «¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta. El caso de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva ese camino hasta ahora. ¡Cielo santo! ¡¿Qué es eso?!» Retrocedió aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama, una cama desnuda, sin corti-nas, y en ella, bajo una sábana andrajosa yacía algo tapa-do que, aunque mudo, se anunciaba con espantoso len-guaje. La habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle aunque Scrooge, obedeciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de saber qué clase de habitación era. Del exterior venía una pálida luz que caía directamente so-bre el lecho, y en éste yacía el cadáver de aquel hombre, des-pojado, desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le atendieran. Scrooge echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la cabeza. La cobertura estaba colocada con tal descuido que la más ligera elevación, el movimiento de un dedo de Scrooge, habría bastado para dejar el rostro al des-cubierto. El lo pensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero para retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al espectro de su lado. ¡Oh muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo con esos pavores que sólo a ti obedecen porque este es tu reino! Pero en tus terribles propósitos no podrás volver odioso un solo rasgo ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y reverenciados. Y no es porque la mano sea pesada y se desplome al soltarla, ni porque se hayan pa-rado los pulsos y el corazón, sino porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón valiente, cáli-do y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre de verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida sus buenas obras para sembrar en el mundo vida in-mortal! Ninguna voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las escuchó cuando estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera levantar ahora, pensó, ¿cuáles se-rían sus sentimientos? ¿La avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar? ¡A buen fin le habían llevado, en ver-dad! Allí yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hom-bre, mujer o niño que le dijera que había sido atento con él en esto o aquello, y que en memoria de una palabra ama-ble sería amable con él. Un gato arañaba la puerta y se escu-chaba un sonido de ratas royendo bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la habitación del muerto ni por qué estaban tan agitados a impacientes. «¡Espíritu», dijo él, «este lugar es horrible. Después de sa-lir de aquí no olvidaré la lección, creéme. ¡Vámonos!» Pero el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza. «Te comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no tengo fuerzas, espíritu, no tengo valor.» Otra vez pareció que le miraba. «Si hay en la ciudad alguna persona que sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo Scrooge dolido, «mués-tramela, espíritu, te lo suplico.» El fantasma desplegó su oscuro manto durante unos ins-tantes, como si fuera un ala, y al recogerlo dejó ver una es-tancia iluminada por la luz del día, donde estaba una ma-dre con sus hijos. Ella esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la habitación, se asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba en vano hacer labor con la aguja y ape-nas podía soportar las voces de los niños que jugaban. Al fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó a abrir la puerta para recibir a su marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocupación y tristeza, aun-que era joven. Ahora tenía una expresión extraña, una espe-cie de intenso regocijo que le hacía sentirse avergonzado y que procuraba reprimir. Se sentó a cenar lo que ella había reservado cuidadosamen-te para él junto al fuego y, tras un largo silencio, ella le pre-guntó tímidamente qué noticias había; él pareció incómodo al buscar una respuesta. «¿Son buenas o malas?», dijo ella para ayudarle. «Malas», respondió él. «No, Caroline. Todavía hay esperanza.» «¡Sólo la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos queda una esperanza.» «Ha hecho algo más que conmoverse», dijo el marido. «Se ha muerto.» Si la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible pero al oírlo se sintió agradecida en lo más profun-do de su corazón y así lo expresó con las manos entrelaza-das. Al instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el sentimiento que le salió del alma.