Pero pronto los campanarios llamaron a la oración en igle-sias y capillas, y allá se fue la buena gente en multitud por las calles, con sus mejores galas y su más jubilosa expresión. Y al mismo tiempo, desde muchas callejuelas, pasadizos y bocacalles sin nombre, emergieron innumerables personas que llevaban su cena a asar en las panaderías. El espíritu parecía estar muy interesado por estos pobres festejadores, pues se detuvo con Scrooge junto a la entrada de una panadería para levantar las cubiertas de las cenas que transportaban y las rociaba de incienso con su antorcha. La antorcha era de una clase muy poco corriente, pues en una o dos ocasiones en que algunos de los que acarreaban las cenas tropezaron con otros y hubo palabras mayores, el espíritu los roció con unas gotas de agua de la antorcha, y de inmediato recupera-ron el buen humor; decían que era una vergüenza disputar en el día de Navidad. ¡Y era muy cierto! Las campanas dejaron de sonar y se cerraron las panade-rías, pero permaneció una confortante y vaga representación de todas esas cenas en el derretido manchón de humedad sobre cada horno de panadero, donde el suelo todavía hu-meaba como si se estuvieran cociendo las losas. «¿Tiene algún sabor especial eso que salpicas con la antor-cha?», preguntó Scrooge. «Sí lo tiene. Mi propio sabor». «¿Serviría para cualquier cena de hoy?», preguntó Scrooge. «Para cualquiera que se celebre con afecto. Pero más para una cena pobre». «¿Por qué más para una pobre?», preguntó Scrooge. «Porque lo necesita más». «Espíritu», dijo Scrooge tras un momento de vacilación, «de todos los seres que hay en los muchos mundos que nos rodean, me asombra que seas tú el que más desea restringir las oportunidades de esa gente para disfrutar inocentemente». «¡Yo!», exclamó el espíritu. «Les quitarías sus medios para poder cenar cada séptimo día, a menudo el único día en que se puede decir que ce-nan», dijo Scrooge, «¿verdad?:.. «¡Yo! », exclamó el espíritu. «¿No quieres que se cierren estos locales los días del Se-ñor?», dijo Scrooge. «Pues llegas al mismo resultado». « ¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma. «Perdóname si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre o, al menos, en el de tu familia», dijo Scrooge. «En esta tierra tuya hay algunos», replicó el espíritu; «que pretenden conocernos y que cometen sus actos de pasión, orgullo, mala voluntad, odio, envidia, beatería y egoísmo en nuestro nombre; pero son tan ajenos a nosotros y nuestro género como si nunca hubieran vivido. Recuerda esto y écha-les la culpa a ellos, no a nosotros[L21] ». Scrooge prometió que así lo haría y se marcharon, invisi-bles igual que antes, hacia los suburbios de la ciudad. Una notable cualidad del fantasma (Scrooge la había observado en la panadería) consistía en que, pese a su talla gigantesca, podía acoplarse a cualquier sitio fácilmente, y mantenía su gracia de criatura sobrenatural tanto si el techo era muy bajo como si se encontraba en un grandioso vestíbulo. Y tal vez por el placer que el buen espíritu encontraba en demostrar esa facultad, o bien por su propia naturaleza generosa, afable, cordial, y su simpatía por los pobres, con-dujo a Scrooge asido a su manto directamente a casa de su escribiente. En el umbral, el espíritu sonrió y se detuvo para bendecir el hogar de Bob Cratchit con las aspersiones de su antorcha. ¡Imagínate! Bob sólo ganaba quince «pavos[L22] » a la semana; los sábados no se embolsaba más que quince copias de su propio nombre, ¡y a pesar de todo el fantasma de la Navidad del Presente bendijo su casa de cuatro habitaciones! La señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, engalanada pobremente con un vestido al que ya le había dado la vuelta dos veces, pero esplendoroso en cintas (baratas y muy luci-das por cuatro perras), se levantó y puso el mantel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, igualmente aderezada con lazos. Mientras tanto, el señorito [L23] Peter Cratchit hundía un tenedor en la cazuela de las patatas y se metía en la boca los picos de su monstruoso cuello de ca-misa (propiedad privada de Bob, transferida a su hijo y he-redero en honor a la festividad del día), encantado de en-contrarse tan elegantemente ataviado y ansioso por exhibirse en los parques y paseos de moda. Y ahora dos pequeños Crat-chit, niño y niña, llegaron corriendo precipitadamente y gri-tando que habían olido la oca fuera de la panadería y que sabían que era la suya; entre placenteros pensamientos de cebolla y salvia, estos jóvenes Cratchit bailaban en torno a la mesa y ensalzaban al señorito Peter Cratchit mientras él (sin orgullo, aunque el cuello casi le estrangulaba) atizaba el fuego hasta que el lento hervor de las patatas sonó fuerte al chocar con la tapadera y quedaron listas para sacar y pelar. «¿Qué estará haciendo vuestro dichoso padre?», decía la señora Cratchit. «Y vuestro hermano, Tiny Tim; ¡y Martha ya había llegado hace media hora, el año pasado!» «¡Aquí está Martha, madre! », dijo una chica apareciendo por la puerta. «¡Aquí está Martha, madre!», gritaron los dos Cratchit pe-queños. «¡Hurra! ¡Martha, hay una oca...! » «¡Ay, mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo la señora Crarchit besándola una y otra vez, y quitándole el chal y el sombrerito con celo oficioso. «Anoche tuvimos que terminar un montón de trabajo», respondió la chica, «y esta mañana despacharlo, madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí y eso es lo que importa», dijo la señora Cratchit. «Siéntate junto al fuego para entrar en calor, cariño». «¡No, no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dos jóvenes Crat-chit que estaban en todo. «¡Escóndete, Martha, escóndete!» Martha así lo hizo antes de que entrase Bob, el padre, con tres pies de bufanda[L24] , cuando menos, por todo abrigo, colgándole por delante, y su gastada indumentaria bien re-mendada y cepillada para guardar una apariencia adecuada, y en sus hombros Tiny Tim. ¡Ay, Tiny Tim!: llevaba una pequeña muleta y sus piernas enfundadas en armazones de hierro. «¿Dónde está Martha?», exclamó Bob Cratchit mirando alrededor. «No va a venir», dijo la señora Cratchit. «¡Que no va a venir!», dijo Bob con súbito desánimo, pues había traído a Tim a caballo todo el trayecto desde la iglesia y había llegado a casa desenfrenado. «¡No venir el día de Navidad?» Martha no quería verle disgustado, ni siquiera por bro-ma, de manera que salió antes de tiempo de su escondite tras la puerta del armario y corrió a sus brazos, mientras los dos pequeños Cratchit se apoderaron de Tiny Tim y le arras-traron hasta el lavadero para que pudiera escuchar el sonido del pudding de Navidad metido en el barreño. «¿Y qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la señora Crat-chit cuando Bob ya se había recuperado del susto y, muy contento, había estrechado a su hija entre sus brazos. «Tan bueno como un santo o más», dijo Bob. «Al estar sentado solo tanto tiempo, se vuelve pensativo y piensa las cosas más extrañas que se puedan imaginar. Cuando volvía-mos a casa me dijo que esperaba que la gente se fijase en él en la iglesia porque está tullido, y para ellos sería agrada-ble recordar en el día de Navidad a quien hizo andar a los mendigos cojos y ver a los ciegos». La voz de Bob era trémula al contarlo, y todavía tembló más cuando dijo que Tiny Tim estaba creciendo fuerte y sano. Antes de que se hablase otra palabra, se oyeron los golpes de la activa muletita contra el suelo y Tiny Tim regresó es-coltado por su hermano y su hermana hasta su taburete junto a la chimenea; mientras tanto, Bob, recogiendo las mangas como si, ¡pobre hombre! , pudieran quedar todavía más raídas preparó un brebaje caliente de ginebra y limones en una jarra, lo revolvió a conciencia y lo puso a calentar en la chapa de la cocina. El señorito Peter y los dos ubicuos Crat-chit pequeños se fueron a recoger la oca y con ella regresa-ron pronto en animada procesión.