CUARTA ESTROFA: EL ULTIMO DE LOS ESPIRITUS

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El fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosa-mente. Cuando estuvo cerca, Scrooge cayó de rodillas por-que hasta el mismo aire en que el espíritu se movía parecía emanar desolación y misterio. Iba envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocul-taba la cabeza, el rostro, las formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida, de no ser por ella, habría sido difícil vislumbrar su figura en la noche y diferenciarle de la oscuri-dad que le rodeaba. Scrooge notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le llenaba de grave temor. Nada más podía dis-cernir pues el espíritu ni hablaba ni se movía. «¿Me hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo. El espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano. «Has venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero sucederán más adelante», prosiguió Scroo-ge. «¿Es así, espíritu?» Los pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un instante, como si el espíritu hubiera inclinado la ca-beza. Esa fue la única respuesta. Aunque por entonces ya estaba muy habituado a la com-pañía espectral, Scrooge tenía tanto miedo a la silenciosa fi-gura que sus piernas le temblaban y se dio cuenta de que apenas lograba mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si hubiera observa-do su condición y le concediera tiempo para recuperarse. Para Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecer-se al saber que unos ojos fantasmales estaban fijamente cla-vados en él mientras sus propios ojos, forzados all máximo, no podían ver más que una mano espectral y un bulto ne-gro. «¡Fantasma del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera de los espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme el bien y como tengo la espe-ranza de vivir para convertirme en una persona muy distinta de la que fui, estoy dispuesto para soportar tu compañía y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a hablarme?» No hubo contestación. La mano señalaba hacia delante. «¡Dirígeme! », dijo Scrooge. «¡Dirígeme! Cae la noche y yo sé que el tiempo apremia. ¡Condúceme, espíritu!» El fantasma se movió igual que se le había acercado. Scroo-ge le siguió a la sombra de su ropaje, que le sostenía pensó y le llevaba en volandas. Casi no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía haber brotado por su cuenta para circundar-les. Y allí estaban, en el mismo corazón de la city, en la Bol-sa, entre los hombres de negocios que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las monedas en sus bolsillos, con-versaban en grupos, miraban sus relojes, jugueteaban con sus grandes sellos de oro, tal como Scrooge les había visto hacer con mucha frecuencia. El espíritu se detuvo al lado de un grupito de negocian-tes. Al observar que les estaba señalando con la mano, Scroo-ge avanzó para oír su conversación. «No», decía un hombre muy gordo con una papada mons-truosa, «no estoy muy enterado. Lo único que sé es que está muerto». «¿Cuándo murió?», preguntó otro. «Anoche, creo. » «¿De qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mien-tras sacaba una gran cantidad de rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a morir nunca. » «Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo. «¿Qué ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro enrojecido y con una pedulante excrecencia en la punta de la nariz que temblequeaba como el moco de un pavo. «No he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bos-tezando de nuevo. «Tal vez lo ha dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo lo que sé». Esta gracia fue recibida con una carcajada general. «Seguramente tendrá un funeral muy barato», dijo el mis-mo, «porque os aseguro que no conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una partida de voluntaríos? » «No me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de la excrecencia en la nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer. » Más carcajadas. «Bueno, después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer interlocutor, «pues nunca llevo guantes ne-gros y nunca almuerzo. Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más. Cuando me pongo a pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo pues solíamos detenernos a charlas cuando nos encontrábamos. ¡Adiós!» Todos se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al espíritu pidiendo una explicación. El fantasma se deslizó hasta una calle. Señaló con los de-dos a dos personas que se encontraban. Scrooge volvió a pres-tar atención pensando que allí podría estar la explicación. También conocía a esos dos hombres perfectamente. Eran hombres de negocios muy ricos e importantes. Siempre ha-bía considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un punto de vista mercantil, claro está, exclusivamente des-de el punto de vista de los negocios. «¿Cómo está Vd.?», dijo uno. «¿Qué tal está Vd.?» respondió el otro. «¡Bien!» dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo, ¿eh?» «Eso me han dicho», contestó el segundo. «Hace frío ¿ver-dad?» «Normal para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?» «No, no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.» Ni otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la despedida. Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que el espíritu concediera importancia a conversaciones tan tri-viales, en apariencia. Pero tenía la seguridad de que en ellas se ocultaba algún propósito y se puso a considerar cuál sería. Difícilmente podrían tener alguna relación con la muerte de Jacob, su antiguo socio, pues se había producido en el pasa-do y el campo de acción de este fantasma era el futuro. Tam-poco lograba relacionarlas con alguien muy vinculado a él mismo. Pero no le cabía duda de que, quienquiera que fue-se el objeto de las conversaciones, éstas contenían una mora-leja para su provecho; por eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que viese, y muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía la esperanza de que encontraría en su conducta del futuro la clave que le faltaba para resolver fácilmente los acertijos. Miró a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual estaba otro hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no vio rastro de su persona entre las multitudes que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió demasiado pues había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba -que esa resolución ya se empezaba a llevar a la práctica. A su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano extendida. Cuando cesó la pensativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el giro de la mano y su posición en relación a él, que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitivamente. Esto le hizo estremecerse y notar intenso frío. Salieron del ajetreado escenario para llegar a una tenebrosa zona de la ciudad, donde nunca antes había penetrado Scroo-ge, aunque reconoció la localización y su mala reputación. Los caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables, la gente medio desnuda, borracha, desaseada, repugnante. Callejones y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían sus ofensivos olores, suciedad y vida sobre las calles desparramadas, y el barrio entero apestaba a crimen, a inmundicia y a miseria. Muy en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que sobresalía bajo el tejado de un cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos, botellas, huesos y grasien-tos despojos de carne. En el suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas, bisagras, limas, báscu-las, pesos y chatarra de toda clase. En aquellas montañas de trapos inmundos, montones de grasa putrefacta y sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban secretos que pocas per-sonas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos setenta años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a una estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, se pro-tegía del aire frío del exterior con una miscelánea de guiña-pos sucios colgados de una cuerda a modo de cortina, y esta-ba fumando su pipa con todo el bienestar de un tranquilo retiro. Scrooge y el fantasma llegaron junto al hombre en el mo-mento en que se introducía subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado fardo. Apenas acababa de entrar cuando otra mujer, igualmente cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro descolorido, las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas se habían sobresaltado al reconocerse. Tras una corta pausa de turbada consternación, en la cual se había acercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estallaron en una carcajada. «¡Qué sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en primer lugar. «La segunda, la lavandera, y el em-pleado de la funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es ca-sualidad encontrarnos aquí los tres sin querer!» «No hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la pipa de la boca. «Vamos al salón. Tú hace ya mu-cho tiempo que entras, ya lo sabes; y las otras dos no son extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal más herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí huesos más viejos que los míos. ¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el oficio, nos entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.» La sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos. El viejo atizó el fuego con una vieja varilla de al-fombra de escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de noche) con la boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo hacía, la mujer que había hablado antes arrojó su fardo al suelo y se sentó en un taburete con osten-sible complacencia cruzando los codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.

CUENTO DE NAVIDAD ( CHARLES DICKENS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora