Sobrevino una excitación tal que cualquiera hubiera creído que una oca era la más rara de las aves, un fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisne negro resultaría de lo más vulgar; y en realidad, en aquella casa era algo así. La señora Crat-chit puso la salsa (preparada de antemano en una pequeña salsera) casi hirviente; el señorito Peter hizo puré las patatas con increíble energía; la señorita Belinda endulzó la salsa de manzana; Martha limpió las fuentes; Bob puso a su lado a Tiny Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes Cratchit colocaron sillas para todo el mundo, sin olvidarse de sí mismos, y montando guardia en sus puestos mantenían la cuchara en la boca para no chillar pidiendo oca antes de que les llegara el turno de servirse. Por fin se trajeron las fuentes y se bendijo la mesa. Luego siguió una pausa en la que no se les oía ni respirar, mientras la señora Cratchit, mirando lentamente a lo largo del trinchante, se preparaba para hin-carlo en la pechuga; pero en cuanto lo hizo, cuando brotó el esperado borbotón del relleno, se alzó un clamor de de-lectación por toda la mesa, a incluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit pequeños, golpeó el tablero con el mango del cuchillo y gritó débilmente: «¡Hurra!» Nunca hubo una oca como aquélla. Bob decía que no po-día creer que se hubiera cocinado jamás una oca como aqué-lla. Su sabor, ternura, tamaño y bajo precio fueron temas de universal admiración. Acompañada por la salsa de man-zana y el puré de patata, fue cena suficiente para toda la familia; y más aún, como dijo muy contenta la señor Cratchit supervisando una pequeña partícula de hueso en una fuen-te, ¡no se la habían acabado! El hecho es que cada cual tomó lo suficiente, y en especial los pequeños Cratchit se habían atiborrado de cebolla y salvia [L25] hasta las cejas. Pero ahora la señorita Belinda cambió los platos mientras la señora Crat-chit salía del cuarto sola demasiado nerviosa para soportar testigos para sacar el pudding y traerlo a la mesa. ¡Supongamos que no esté bien cocido! ¡Supongamos que se rompa al sacatlo! ¡Supongamos que alguien haya saltado la pared del patio y lo haya robado mientras festejábamos la oca! suposición que puso lívidos a los dos jóvenes Cratchit. Toda clase de horrores fueron supuestos. ¡Vaya! ¡Mucho vapor! El pudding se sacó del barreño. ¡Un olor como el de los días de hacer colada! Era el paño. Un olor como el de un restaurante situado al lado de una confi-tería y una lavandería. Era el pudding. La señora Cratchit volvió en medio minuto, acalorada pero sonriendo con or-gullo, con un pudding como una bala de cañón moteada, denso y firme, flambeado con la mitad de medio cuartillo de brandy y omado de acebo en la parte superior. Bob Cratchit dijo que era un pudding maravilloso y que lo consideraba lo mejor que la señora Cratchit había hecho desde que se habían casado. La señora Cratchit dijo que, aho-ra que ya se le había quitado el peso de encima, confesaría que había tenido sus dudas sobre la cantidad de la harina. Todos tenían algo que decir sobre el pudding, pero nadie dijo, ni pensó, que era pequeño para una familia tan gran-de; hacerlo hubiera sido como una blasfemia. Todos ellos habrían enrojecido ante una insinuación semejante. Al terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la chimenea y se recompuso el fuego. Se probó la mezcla de la jarra y se consideró perfecta, se trajeron a la mesa man-zanas y naranjas y se metió al fuego una paletada de casta-ñas. Luego toda la familia Cratchit se agrupó en tomo a la chimenea, en lo que Bob Cratchit llamaba «círculo» querien-do indicar medio círculo; y al lado de Bob Cratchit se des-plegaba la cristalería de la familia: dos vasos y un recipiente para natillas, sin mango, que sirvieron para el líquido ca-liente de la jarra tan bien como si hubieran sido copas de oro. Bob lo escanció con expresión radiante, mientras las cas-tañas en el fuego chascaban y se resquebrajaban ruidosamen-te. Luego Bob brindó: «Felices Pascuas a todos nosotros, queridos. ¡Que Dios nos bendiga! Toda la familia lo repitió. «¡Dios bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar. Estaba sentado muy cerca de su padre, en su pequeño escabel. Bob sostenía en su mano la manita mar-chita del niño, como si le amase, como si quisiera tenerle muy cerca de sí y temiera que se lo arrebatasen. «Espíritu», dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime si Tiny Tim vivirá». «Veo un sitio vacante», contestó el fantasma, «en ese po-bre rincón de la chimenea, y una muleta sin dueño amoro-samente conservada. Si esas sombras permanecen sin cam-bios en el futuro, el niño morirá». «No, no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se salvará». «Si esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, nin-gún otro de mi especie», replicó el fantasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si se tiene que morir, lo mejor es que así lo haga y disminuya el exceso de población». Scrooge hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus pro-pias palabras, y se sintió abrumado por el arrepentimiento y la pena. «Hombre», dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura, olvida esa malvada jerga hasta que hayas descubierto qué es el exceso y dónde está el exceso. ¿Quién eres tú para decidir qué hombres deben morir y qué hom-bres deben vivir? Es posible que a los ojos del cielo tú seas menos valioso y menos merecedor de vivir que millones, como el hijo de ese pobre hombre. ¡Oh Dios! , ¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertando sobre lo demasiado que vi-ven sus hambrientos hermanos en el suelo!» Scrooge se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó la mirada en el suelo, pero la levantó rá-pidamente al escuchar su nombre. «¡El señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scroo-ge, Fundador de la Fiesta. «¡El Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit enrojeciendo. «Me gustaría tenerle aquí. Para feste-jarlo le diría cuatro cosas y espero que tenga buenas tra-gaderas». «Querida mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad». «Tiene que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para be-ber a la salud de un hombre tan odioso, tacaño, duro a in-sensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que es cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe mejor que tú, pobre mío! «Querida, es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob. «Bebo a su salud porque tú me lo pides y por el día que es», dijo la señora Cratchit, «no por él. ¡Por muchos años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! El va a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no me cabe la menor duda!» Los niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que no tenía sinceridad. Tiny Tim bebió el último, pero le importaba un comino. Scrooge era el ogro de la fa-milia. La sola mención de su nombre arrojó sobre la reunión una negra sombra que no se disipó hasta cinco minutos más tarde. Pasada la sombra, estaban diez veces más contentos que antes por el mero alivio de haber acabado con el Malva-do Scrooge. Bob Cratchit les habló de la situación que tenía en perspectiva para el señorito Peter, que, si se conseguía, supondría unos ingresos semanales de cinco chelines y me-dio. Los dos jóvenes Cratchit se desternillaban de risa ante la idea de Peter convertido en hombre de negocios; el pro-pio Peter miraba pensativamente al fuego entre sus cuellos como si meditara sobre las especiales inversiones que debe-ría decidir cuando entrase en posesión de un ingreso tan apa-bullante. Martha, que era una pobre aprendiza en un taller de sombrerera, les contó la clase de trabajo que tenía que realizar, las muchas horas seguidas que debía trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largo descanso en cama a la ma-ñana siguiente, pues el día siguiente era festivo y lo pasaba en casa. También les contó que había visto a una condesa y a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual Peter se subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza. Todo este rato, las castañas y la jarra hacían ronda, y después escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la cantaba Tiny Tim con una vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.