Capítulo V.

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(Dos semanas después).

El juicio de Justin Bieber, el chico que con tan sólo dieciséis años incendió su escuela, era la noticia más anunciada por todos y cada uno de los medios de Canadá, aterrando a un país entero.

Pero no había riesgo -decía siempre el abogado asignado de Justin cuando hablaba con la prensa-. El chico había sido arrestado, y ahora estaba bajo continua y meticulosa vigilancia. Aseguraba que lo tenían resguardado (o más bien, capturado) en un cuarto de vigilancia en la base de la policía. Decía que el chico estaba calmado, gracias a la ayuda de los leves cedantes que le proporcionaron. Que no había dicho ninguna palabra desde que despertó, pero que de mantenía extrañamente atento de cada persona que entraba, estudiándola siempre.

Justin Bieber era una persona demente para todos los que sabían lo que había hecho; un asesino sin escrúpulos. Un demonio, decían los religiosos. Un desquiciado cuando de limitó a sonreír en su juicio, un maldito afortunado cuando el Juez dictó su veredicto, dejándolo vivir, pero condenado a hacerlo en un reformatorio de observación psiquiátrica, y posteriormente, ser enviado a algún Hospital para personas... de su tipo.

Un enfermo mental. Esa era la palabra más común, era incluso más usada que asesino, por lo menos en el reformatorio.

Al principio Justin simplemente se mantuvo en silencio; sus voces le murmuraban que estuviese atento. Que no dejase que se le acercaran tanto. Que intentara aparentar normalidad. Los demás chicos le temían, pero sólo después de que uno de ellos recibió una golpiza por parte de Justin el segundo día. No debió provocarlo.

Justin sabía como podía defenderse ahora: Ya no tenia miedo.

En el siguiente año que pasó encerrado ahí, solamente podía pensar en dos cosas; el chico que golpeó contra la mesa el segundo día cuando éste intentó robar su comida, y el día en que Patrick y toda su escuela ardió en llamas. Se preguntaba en silencio si no había sido demasiado, si no había gente inocente que murió aquel día, que si habría padres que no volverían a ver a sus hijos...

Pero Seis siempre estaba ahí para calmar su conciencia. Diciéndole que, en este mundo, no hay gente inocente.

Cada persona tiene algo que esconder —le aseguraba Seis—: Todos alguna vez han cometido un error. Algo. Una cosa que los atormentará el resto de su vida. Hay algunos que no lo lamentan; los cobardes, los que no aceptan lo que hicieron y quieren fingir que, con otra simple y "noble" acción, volverán a ser «buenos». Pero no es cierto. No es posible limpiar tu alma; tú eres tus acciones. Y no puedes cambiar el pasado.

»La mejor manera de vivir con ello, es aceptarlo —murmuró—. Es aceptar lo que hiciste. Aceptar quién eres, no esconderte. No arrepentirte, si no, seguir así... —Hizo una breve pausa, pensativo—. Tú eres un chico especial, Justin... Ambos nos merecemos más que esto —su voz se tiñó amargura.

Justin asintió, se encontraba sentado, en el suelo de su sucia celda gris, la cual había sido su "hogar" durante un año y medio. Él casi no salía, más que para comer. Siempre se mantenía callado, observando a las demás personas pasar. Memorizando sus rutinas, más para entretenerse que para otra cosa.

—Extraño el color —le susurró a Seis, frunciendo levemente el ceño—. No he podido ver nada de color, desde ése día...

Era verdad. El color había desaparecido por completo desde aquel día, como si fuera su castigo por aquello que hizo. Todo se había vuelto una película en blanco y negro, donde el opaco gris era el único variante.

«Ya veremos qué hacer con eso», fue lo que replicó Seis.

«Por lo menos no estás sólo, Justin», susurró Cuatro.

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