Un pequeño corazón

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Una pequeña caja color liláceo y la sonrisa del chico más tierno del planeta frente a mi.

- ¿Qué es esto? –dije, nerviosa.

- Ábrelo –sonrió, tan nervioso como yo.

Lentamente levanté la tapita de la caja, para encontrarme frente a un precioso anillo, decorado con un sinfín de estrellas, como si me estuviera ofreciendo el firmamento.

- No entiendo –dije, mirándolo a los ojos- ¿Por qué un anillo...?

- ¿Qué no entiendes?

- O sea, los anillos como estos se entregan sólo cuando vas a pedir matrim... -me detuve- ¿Me estás pidiendo matrimonio?

- Sí... -dijo de manera tímida.

Mis ojos brillaban de la emoción, el corazón se me agitaba, preso de la ilusión que guardaba esa pequeña cajita.

- No sé qué decir... -dije, atragantando la alegría, al borde de las lágrimas de felicidad.

- Sólo di que sí –dijo él, algo ansioso y tembloroso.

- Entonces sí. ¡Sí! –grité, lanzándome a sus brazos para cubrirlo de besos mientras reíamos como la pareja de Balada para un loco.

Sí, estábamos locos, de alegría, de ansiedad, de emoción, de tanta felicidad que no nos cabía en el cuerpo.

Parecíamos un par de niños, enfrentando al mundo, sin miedo a nada, ahora nada más importaba porque habíamos coincidido en esta vida y después de vagar tanto buscándonos por fin estaríamos juntos.

Wes habló con mis padres, quienes no se opusieron en lo absoluto. En mi casa se había ganado el afecto de todos, sobre todo de mi tía Anita, en tan corto tiempo. Tenía ese don tan particular que todo lo que tocaba lo iluminaba, hasta mis ojos.

Después de algunos meses, en pleno invierno, nos enfrentamos al juez de paz del registro civil, firmando para unir nuestras vidas para siempre.

Nos acompañaron nuestros amigos queridos, incluso Evelyn, que seguía sintiendo un cariño especial por Wes, aunque ya sabía que no tenía ninguna oportunidad con él. Y Carla, quien firmó como nuestra testigo. Stukral y el resto de la manda de chicos goths, aplaudían felices, como si se tratase del final de un cuento de hadas.

Y así nos fuimos a vivir a una pequeña casita situada en el fondo de la de mis padres, muy precaria y humilde, en donde éramos un par de seres tratando de enfrentar el difícil paso de una vida juntos.

Conseguí empleo como maestra en una escuela en un sector periférico de la ciudad, mientras él se había puesto la difícil meta de estudiar y llegar lejos en el campo de la informática.

Renunció al cibercafé y encontró empleo como telefonista en un callcenter donde obtenía el sueldo mínimo.

¿Éramos felices? Claro que lo éramos. Aunque los despertares eran complejos, porque al no estar acostumbrados a dormir juntos terminábamos siempre con un bofetazo en la cara o un empujón a media noche.

Tuvimos que aprender a dormir juntos, a convivir, a conocer los gustos distintos que teníamos, porque si bien éramos muy parecidos, también muy distintos.

Pensábamos en tener hijos, en un futuro muy pero muy lejano. No, hijos aún no, hasta que pudiéramos establecernos, comprar nuestra casa propia, yo crecer como profesional y él empezar esa pronta carrera en la universidad.

El amor después del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora