A m i g o s

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Yo siempre observé a Narciso desde lejos. Era una especie de admirador secreto no tan secreto. Él me conocía, aunque fuera de vista, y más de una persona en el salón C, el nuestro, sabía de mi alabanza hacia él.

Me sentía como la ninfa Eco. Observando a la persona que robó mis pensamientos desde detrás de un árbol sin poder confesar mi amor, pues una malvada Hera me había maldecido. A esa maldición me atreví a llamarla «miedo».

Narciso, sin embargo, no era el que dictaba la mitología griega, aquel que rechazaba a todos sus pretendientes sin siquiera mirarles; sino uno Narciso que aceptaba a todos con una cálida sonrisa y los brazos abiertos.

Su amabilidad me clavaba millones de flechas en el corazón. Su sonrisa no perfecta atraía mi mirada desde lo más lejano. Sus pecas casi invisibles me hacían alucinar. Pero no era todo lo que amaba de él. También estaba su cabello, color miel, que con una brisa por más ligera que fuera, se despeinaba.

Tal vez lo describo como si Narciso hubiera sido alguien débil, alguien capaz de romperse a pedazos con una ligera caricia en el lugar equivocado y de desmoronarse con un ligero susurro de palabras incorrectas. Lo era.

Él no podía correr por mucho tiempo, pues acto seguido caía desmayado. Innumerables veces perdía el conocimiento en medio de cualquier clase. En incontables ocasiones lo escuché llorar en soledad cuando el salón quedaba vacío y yo, escondido, era el único que estaba a su lado. Todas esas cosas, inclusive más que ahora no recuerdo, rompían mi alma y desgarraban mi ser.

Un día cayó inconsciente por sexta vez en el mes durante la clase de Física. El profesor Springer corrió hasta su pupitre —el cuarto de la primera fila— y se arrodilló a su lado, para revisar su estado como ya se había acostumbrado a hacer.

—Ángel, lleva a Narciso a la enfermería. —Cuando dijo mi nombre, casi me desmayo también. —Yo iré en cuando informe a sus padres y al director.

Yo sabía por qué me había elegido a mí. No solo porque el profesor tenía que avisar al director o calmar, por enésima vez, a los demás alumnos, tampoco porque muy en el fondo no le importaba, sino porque, después del Terrible Johan, yo era el chico más fuerte del grupo.

No supuso para mí un esfuerzo muy grande cargar en la espalda a Narciso y acostarlo, con ayuda de la doctora de turno, en la cama de la enfermería que pocas veces se hallaba ocupada.

Le pedí a la señora que me dejara estar ahí con ella —y con él—, explicándole lo mucho que yo estaba preocupado por Narciso. Amablemente asintió con la cabeza, diciendo algo como «no hay ningún problema».

Cuando Narciso despertó, yo estaba a su lado, mirándolo fijamente. Docena de veces estuve tentado a tomar con mi mano la suya y apretarla muy fuerte, como si solo un milagro gracias a mis rezos pudiera hacer que sus ojos se abrieran. Al verme, sonrió, mostrando su sonrisa no perfecta que tanto anhelaba ver todos los días. Mi corazón se encogió y me sentí feliz.

—Dime que ya ha terminado el examen de Física —dijo en un susurro. Me reí y le dije que sí—. Gracias. Incluso mi enfermedad odia la materia.

Cuando dijo «enfermedad», me corazón encogido se retorció y chocó contra sí mismo —incluso ahora lo hace—, produciendo que sintiera un horrible dolor en el pecho que cortó mi respiración por unos segundos. Sonreí, porque si no lo hacía, sabía que Narciso se sentiría culpable.

—¿Tú me trajiste aquí? —me preguntó con una sonrisa.

—Sí —le respondí.

—Te llamas Ángel, ¿verdad?

Asentí, recuperando cierta felicidad en mi interior al saber que él conocía mi nombre.

—Eres el único que no me llama 'chico-recado'... —dijo, más para sí que para mí, pero aun así lo interrumpí, molesto.

—Es porque no veo lo que los otros ven en ti. Para mí no tienes cara del chico de los mandados.

Narciso fue el que rio después de aquellas palabras. Y me preocupé por temor a que sufriera otro ataque.

—Eso significa que ves más de mí que los demás. Lo aprecio, de verdad. —Miró al vacío unos instantes y yo miré sus ojos brillantes. —Ángel, ¿quisieras ser mi amigo?

La pregunta me tomó por sorpresa. Antes de que mi boca se abriera y dijera algo que no, volví a asentir, de forma frenética.

Sus ojos se conectaron con los míos. Pude notar que una felicidad también llenaba su interior.   

Narciso ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora