H e r m a n o

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Pasaron semanas. No sé cuántas. Tal vez más de seis. Faltaba poco para las vacaciones. Todo seguía normal.

El Terrible Johan aún trataba como «chico-recado» a Narciso. Yo me sentaba al lado de él. Yo lo llevaba a la enfermería cuando se desmayaba en las clases y me quedaba a su lado hasta que abría los ojos, buscándome con ellos. Yo le sonreía todos los días. Yo lo ayudaba cuando me lo pedía y cuando no. Lo cuidaba porque si se desmoronaba, yo me rompería junto con él.

Nos conocimos más. Nos conocimos mejor. Hasta ahora, soy capaz de recitar sus cosas favoritas, las cosas que odiaba. Qué le gustaba, qué no. Todo de él. Y él también podía decir eso de mí. Todo de mí. Pero Narciso seguía siendo, de cierta manera, alguien lejano. Alguien que no hablaba de él tan abiertamente. Alguien que se guardaba sus secretos y los de los demás incluso en la tumba.

Me enteré de su familia tiempo después. Mucho tiempo después. Dos meses antes de salir.

Tenía una familia normal. Una madre trabajadora, un padre de casa, una abuela encantadora, un abuelo difunto. Una tía malvada, un tío caprichoso. Un par de primos pequeños que hacían mucho ruido. Y también un hermano. Un hermano mayor que él. Un hermano que lo quería tanto que por un momento me sentí muy celoso y también muy estúpido y no quería seguir escuchando. Un hermano que se había visto humillado.

Esa palabra llamó mi atención.

Recuerdo que le pregunté de qué forma había sido humillado. Sus ojos brillaron tristes y descendió la mirada lento, hasta chocar contra sus zapatos cubiertos de tierra húmeda, pues había llovido en la madrugada. Su cuerpo tembló unos instantes y su cabeza se meció, como quien piensa y luego habla.

—¿Recuerdas el día que el Terrible Johan recibió ese sobrenombre? —preguntó en un susurro.

Amaba cómo el tono de su voz seguía siendo un susurro por muy enojado que estuviera. Terminé asintiendo, dejando fluir las memoras de aquel entonces. «Patético. Muy patético», pensé de nuevo.

—¿Recuerdas a Rubén? —Sus manos jugaban una con la otra, desesperadas.

Negué con la cabeza. Él sonrió.

—Sí, me lo suponía... Nadie lo recuerda por su nombre. Solo por «el tipo de tercero que fue derrotado por uno de primero» —rio por lo bajo—. Es como yo. Pero él tiene un apodo más largo y más pesado.

—¿Fue tu hermano el que Johan derrotó? —pregunté yo y Narciso fue el que asintió.

Las ganas de golpear al Terrible Johan volvieron con una fuerza tremenda. Tan grande como el poder de todos los dioses. Narciso notó mi ira crecer y me tranquilizó, poniendo encima de mi mano la suya. Un contacto que me enloqueció y que me hizo quererlo aún más.

Era alguien capaz de calmar a cualquier bestia, así como provocarla.

Narciso no conocía los límites. En eso se parecía mucho al Narciso del mito. El no conocer los límites, sus límites, lo condenó horriblemente.

No sé si lo dije en voz alta o si las palabras se quedaron en mi cabeza, pero prometí que Johan me las pagaría un buen día.    

Narciso ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora