9 - Disparos en la oscuridad

157 6 0
                                    

15 de febrero de 2011, 18:07 PM, en el interior del Hôtel La Faucielle, afueras de Perpiñán, sur de Francia.

Las balas silbaban a su alrededor, destruyendo todo cuanto se interponía en su camino y convirtiendo el vestíbulo del hotel en una trampa mortal. Richard saltó a un lado con una velocidad pasmosa que sorprendió a los tiradores que intentaban darle caza, pero no pudo evitar que una bala bien dirigida le mordiera en la pantorrilla de la pierna derecha. Haciendo caso omiso del dolor se internó en el pasillo más cercano, alejándose del infierno que se había desatado a sus espaldas y buscando la protección de las sombras que se alzaban más allá. Pronto hubo dejado atrás el peligro, pero sabía que no tardarían en ir a por él. Se detuvo apoyando la espalda en la pared y echó un vistazo rápido a la herida. En unos minutos no será más que un recuerdo; por suerte anoche cené bien. Se incorporó y siguió por el pasillo, sorteando los cuerpos inconscientes de los policías del cuerpo de élite que habían intentado detenerlo unos segundos antes.

Los agentes del exterior, los que le habían disparado, no le preocupaban, podía escapar de ellos, engañarlos. En cambio, aquel tipo enorme, el que había dado la orden de abrir fuego, y el flacucho que había visto a su lado, le dieron mala espina en cuanto los vió; sintió poder en ellos, un poder que muy pocos humanos poseían. Aquí hay algo que se me escapa. Pero no tengo tiempo de averiguar de qué se trata. Tengo que salir de esta ratonera.

Entró en su suite y al instante se percató de que algo iba mal. Terriblemente mal. La puerta corredera que llevaba al jardín estaba entreabierta y la delgada cortina se agitaba mecida por la brisa; él la había cerrado antes de abandonar la habitación. Aquí hay alguien. Dio dos pasos al frente, observando con atención a través de la oscuridad que le rodeaba. De repente, un olor desagradable llenó sus fosas nasales; una mezcla de sudor rancio e incienso quemado. La tarjeta de presentación de su invitado llegó demasiado tarde, pues alguien cayó de repente sobre su espalda propinándole un golpe en la nuca que habría acabado con la vida de un simple humano. A él sólo consiguió derribarlo y aturdirlo medio segundo, lo suficiente para que su atacante le propinara una fuerte patada entre los omoplatos que le mandó rodando por el suelo hasta estrellarse contra los pies de la cama. Cuando dirigió la mirada hacia su enemigo a la vez que trataba de incorporarse, este ya cargaba de nuevo contra él. Antes de que llegara hasta su posición, Richard se levantó y saltó hacia el armario donde estaban sus cosas, pero aquel hombre también gozaba de una velocidad sobrehumana y lo agarró por las piernas en mitad del salto, haciendo que ambos cayeran al suelo como dos sacos llenos de arena. Se revolvieron en el suelo unos segundos y, cuando consiguió darse la vuelta y encarar a su contrincante, observó que éste tenía los ojos inyectados en sangre. Este tío va hasta las cejas de algo, aunque apostaría a que no es ninguna droga que conozca… Acto seguido, cogiendo por sorpresa a su enemigo, arqueó el cuerpo con todas sus fuerzas y lo proyectó hasta el otro lado de la habitación, consiguiendo los valiosos segundos necesarios para abrir el armario y sacar de su interior algo que siempre dejaba a mano por lo que pudiera pasar. Un instante después, cuando el hombre al que habían enviado a por él cruzó la estancia en su dirección como una exhalación, sólo necesitó de un par de movimientos imperceptibles para el ojo humano para detenerlo por completo en plena carrera. Los pocos segundos que siguieron, en que aquel individuo sólo acertó a pestañear un par de veces con cara de no comprender, le sirvieron a Richard para poder observarlo detenidamente, en especial el uniforme negro que vestía. Uno de los perros de Lébedev… Luego la sangre empezó a manar de los dos cortes que de repente se hicieron patentes en el traje de kevlar, revelando unas profundas hendiduras en la carne a la altura del pecho. Al tipo se le aflojaron las rodillas al mismo tiempo que su brazo izquierdo golpeaba el suelo, separado del resto del cuerpo por un corte limpio a la altura del codo. Permaneció en pie aún un par de segundos y al final cayó con lentitud, casi como si se desparramara, junto al brazo seccionado.

Observó el cadáver con indiferencia, como si la escena que tenía enfrente no tuviera nada que ver con él. Mientras el suelo se cubría de sangre con rapidez luchaba por poner orden al torrente de dudas que le abrumaban: ¿qué hacían allí soldados del extinto Lébedev? Y, más importante aún, ¿cómo diablos le habían localizado? ¿Y la policía? ¿Tanto poder tenían aquellos que servían a los inmortales? Aún sostenía la katana en su mano derecha, el filo oscurecido por el líquido vital que resbalaba por él, cuando la puerta de la suite se abrió tras un golpe brutal que casi la hizo saltar de las bisagras. Alzó la vista y vio entrar a dos hombres armados con pistolas automáticas, uniformados como el que yacía a sus pies. Abrieron fuego casi en el mismo instante en que sus miradas se encontraron con la suya, pero las balas cruzaron la estancia sin dar en el blanco e impactaron en el tronco de una palmera enana en el jardín, mientras el cristal de la ventana caía hecho añicos. Richard se había movido a una velocidad inhumana esquivando los primeros disparos y, menos de un segundo después, saltaba de una pared a otra, blandiendo el arma y acercándose a aquellos perros sin amo, que no dejaban de disparar al aire y de gritar en lo que parecía ruso.

Justo antes de caer sobre ellos sintió como sus colmillos se desplegaban y se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control. No puedo permitírmelo. No ahora. No sabía cuántos de aquellos hombres había en el exterior, esperándolo. Si perdía el control podía pasar cualquier cosa y, a pesar de que sería más poderoso que nunca, nada le garantizaba que fuera a salir con vida de aquella trampa. Haciendo un tremendo esfuerzo logró replegar los caninos y en el aire, a mitad del último salto que le separaba de sus enemigos, lanzó una estocada hacia uno de ellos al mismo tiempo que estrellaba el puño izquierdo contra el rostro del otro. Ambos cayeron al suelo; uno parecía muerto y el otro yacía inconsciente, con la nariz hundida, de la que salía sangre a borbotones. Richard se asomó entonces al pasillo y, tras comprobar que no había nadie cerca, regresó a la habitación y abrió el armario, de donde sacó con presteza la bolsa de equipaje y la vaina de la katana. Siempre dejaba el equipaje listo antes de acostarse con las primeras luces del alba; el tiempo le había enseñado a ser precavido. Se cargó la bolsa a la espalda y envainó la espada después de limpiar la hoja con las sábanas; luego salió al jardín por la ventana destrozada, se ocultó en las sombras, entre la vegetación, y aguzó el oído: el silencio era total. ¿Pero qué demonios…? Observó alrededor pero no detectó movimiento alguno. Durante los segundos que había permanecido bajo el fuego había contado frente a la entrada a más de veinte agentes de policía y, por lo que había podido deducir, el complejo del La Faucielle tenía que estar completamente rodeado; no habría menos de cincuenta policías en total, más los soldados de Lébedev.

Debería salir de aquí cagando leches, cuánto más tarde peor se van a poner las cosas. Aun así, si han dado conmigo esta vez, nada les impedirá encontrarme de nuevo mañana, o la semana que viene… A menos que descubra cómo han llegado hasta mí, claro, y haga algo al respecto.

Richard apartó a un lado sus pensamientos y dirigió la vista hacia lo alto, con una idea clara de lo que más le convenía hacer a continuación. La terraza descubierta del edificio principal, que ocupaba la mayor parte del techo del edificio, se alzaba tres pisos por encima del jardín, pero había suficientes apoyos para llegar hasta él con un par o tres de saltos bien calculados. Atisbó de nuevo a su alrededor, asegurándose de que la calma persistía, y luego ascendió hacia el tejado con agilidad felina. Una vez arriba cruzó agazapado la distancia que le separaba de la terraza y saltó al interior sin hacer ningún ruido. Tras comprobar que seguía solo, avanzó hasta la zona que quedaba justo encima del vestíbulo del hotel y, aprovechando la cobertura que le proporcionaban las sombras que proyectaba un enorme depósito de agua, se asomó por el borde para hacerse una idea más concreta de lo que le aguardaba en el exterior. Desde allí vio los vehículos policiales desplegados alrededor del edificio y a los agentes del orden apostados tras ellos, apuntando sus armas hacia el edificio en un silencio absoluto. Un movimiento llamó entonces su atención hacia la camioneta que se encontraba aparcada unos metros más allá. Junto a ésta vio a los dos hombres que le habían llamado la atención cuando había empezado el tiroteo, los que le habían dado mala espina, comunicándose mediante signos. También son hombres de Lébedev, claro. ¡Cómo no he caído antes!

De repente, el tipo alto y delgado, que hasta ese momento le había dado la espalda, se volvió con un movimiento seco, casi robótico, y alzó la vista hacia Richard. ¡Joder! ¡Me ha visto! ¿Cómo…? Mientras maldecía, el otro mantuvo la mirada fija en las tinieblas tras las que se creía a salvo y, en el mismo instante en que un extraño y molesto zumbido empezó a taladrarle el cerebro, aturdiéndolo, cinco sombras aparecieron a su espalda.

AETERNITAS - Asesino de InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora