7 - Ojos de fuego

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15 de febrero de 2011, 14:11 PM, a diez kilómetros de Carcassonne, sur de Francia.

Aquellos últimos días, Eva se había sentido abandonada por primera vez en muchos años. Cuanto más intentaba acercarse al hombre que lo era todo para ella, más se alejaba él y más tiempo pasaba solo, encerrado en su despacho. Ya ni siquiera tenía ganas de sexo. La muerte de su amigo le había convertido, de la noche a la mañana, en un hombre distinto, amargado y huraño. Y a ella, en un estorbo.

Abatida, pasó aquellos días vagando por el castillo como un fantasma o dormitando entre las sábanas, sola, compadeciéndose de su suerte. Él no había vuelto a dormir a su lado desde la noche en que había muerto Salvattore Silano, y la rehuía cuando se cruzaban en alguno de los muchos pasillos del edificio.

Eva se daba cuenta de que esperaba como un perrito a que su amo la llamara a su lado, y eso la enervaba. Como lo hacía el hecho de recordar que aquel hombre no era en realidad su padre. ¿Cómo he podido ser tan estúpida todos estos años? De repente había caído la máscara, la función había terminado y su padre se había convertido otra vez en un extraño. Aquel hombre que la había cuidado, que le había dado una educación y que se había asegurado de que nunca le faltara de nada había dejado de existir. Lo había vuelto a reemplazar el desconocido que la había adoptado cuando tenía siete años y que, cuando hubo cumplido los quince, la sedujo y la llevó por primera vez a su cama.

Las circunstancias de los últimos días habían hecho que perdiera el interés por ella. Eva nunca lo hubiera creído posible, pero el hecho de que fuera un ser inmortal clarificaba mucho las cosas. Para él sólo he sido el juguete favorito de los últimos cinco minutos. ¿Cuántas veces habrá hecho lo que hizo conmigo? ¿A cuántas niñas habrá embaucado con las mismas historias?

Se tumbó en el colchón y lloró de rabia. Y, de repente, sin previo aviso, la sábanas a su alrededor estallaron el llamas. ¡¿Pero qué…?! Eva saltó al suelo, asustada, torciéndose un tobillo en el proceso, y observó con incredulidad como el fuego se extendía con rapidez, devorando todo a su paso, incluido el valioso tapiz que colgaba sobre la cabecera de la cama. Se disparó entonces el dispositivo anti-incendios y una tromba de agua cayó desde el techo, regando la estancia y extinguiendo el fuego con diligencia.

Incapaz de comprender lo que acababa de ocurrir, caminó cojeando hasta el cuarto de baño, empapada y tiritando, y tomando una toalla se detuvo frente al espejo; temía haber sufrido alguna quemadura. Examinó su cuerpo de los pies a la cabeza, recuperando la calma a medida que comprobaba que el fuego no la había rozado siquiera, pero fue al contemplar su rostro cuando creyó estar perdiendo la razón: unos ojos que no eran los suyos, que más bien parecían unas brasas ardientes, le devolvieron la mirada. Y fue en ese instante cuando su mente retrocedió dieciséis años atrás, hasta una noche que creía olvidada para siempre.

Los gritos y las risas de las niñas que compartían habitación con Eva la ensordecían. Todas eran mayores que ella y sus insultos y burlas la torturaban, como tantas otras veces. «¡Meona! ¡Meona! ¡Cerda meona!», coreaban todas a una mientras se colocaban en cuclillas y hacían ver que meaban en el suelo. De repente, la luz del pasillo se encendió, iluminando la habitación a través de los delgados barrotes de la mirilla. Las niñas callaron y corrieron a ocupar sus camas, excepto Eva, que permaneció en un rincón llorando, con los ojos cerrados con fuerza y cubriéndose los oídos con sus pequeñas manos. No pudo escuchar el sonido metálico de las llaves de la celadora ni ver como se abría la puerta; tampoco los pasos que se acercaron a ella después. El silencio se apoderó del lugar por unos segundos. Tal vez las otras niñas se habrían cansado de humillarla, pensó, y cuando estaba a punto de abrir los ojos la sorprendió un brutal bofetón que casi le desencajó la mandíbula. Cayó al suelo con tal violencia que se rompió la muñeca. El chasquido resonó por toda la habitación, haciendo que el resto de niñas se estremecieran en sus camas, y el dolor que sintió fue terrible, pero de los labios de la pequeña no surgió ni un sonido. Permaneció tendida sobre su propio meado, con la mano derecha en una posición imposible y al borde de la consciencia, pensando en que no lo había hecho queriendo, en que al menos aquella vez no había mojado la cama. La celadora la levantó entonces sin miramientos, sujetándola del camisón, y acercando su rostro al de Eva susurró:

—Eres una sucia meona. Estoy harta de ti, y como castigo vas a limpiar todo esto con la lengua. Cuando termines te llevaré al baño para que puedas volver a hacer pis como una señorita bien educada.

Dicho esto, la arrojó de nuevo sobre el charco maloliente y permaneció en pie, con los brazos en jarras y con una sonrisa retorcida cruzándole el rostro, esperando a que la pequeña acatara sus órdenes.

Entonces la noche se incendió. Eva sintió primero un odio irracional hacia la celadora y deseó que su horrible mueca desapareciera para siempre. Un instante después, unas llamas salidas de la nada prendieron el uniforme de la mujer con virulencia y la envolvieron, y ésta empezó a gritar y a manotear como una loca. Luego salió corriendo de la habitación pidiendo socorro y golpeándose con las paredes, cayendo al suelo y volviéndose a levantar, hasta que desapareció de la vista. Cuando los alaridos de dolor casi se habían desvanecido en la distancia, Eva volvió su atención hacia las niñas que la observaban boquiabiertas y con los ojos como platos, incorporadas en sus camas, aterrorizadas. Nunca más, se dijo. Nunca más se burlarían de ella.

Los siguientes meses los pasó incomunicada en una celda, habiendo olvidado por completo lo sucedido aquella terrible noche, y después fue trasladada a otro orfanato, donde también estuvo encerrada y apartada de los demás niños todo el tiempo que duró su estancia. Hasta que, una mañana gris de invierno, un desconocido la fue a buscar y se la llevó para siempre de aquel lugar horrible.

—¿Estás bien? —La voz de aquel desconocido, del hombre al que llamaba padre, la hizo volver al presente. Él la miraba desde arriba con gesto preocupado. Eva estaba en el suelo, en un rincón. Había estado llorando y temblaba agarrándose las rodillas —Perdóname, mi vida, no debí dejarte sola todos estos días —dijo, arrodillándose frente a ella y acariciándole las mejillas húmedas. Luego la abrazó con fuerza —Nada ni nadie me va a separar de ti nunca más, te lo prometo.

AETERNITAS - Asesino de InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora