5 - Léon

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15 de febrero de 2011, 1:20 AM, bar del hotel Villa Bellagio, afueras de Montpellier, sur de Francia.

 Vas a meter la negra, tarugo. Y, en efecto, como había  previsto, el tipo metió la bola negra donde no debía. La quinta partida de la noche terminó antes de tiempo, pero los cien euros que acababa de ganar daban para muchas más.

—Si no sabes beber no deberías jugar apostando —dijo Léon a su contrincante, cogiendo los dos billetes que éste sujetaba entre unos dedos temblorosos. Luego dejó el taco en su sitio, se acercó a la barra y se sentó en un taburete cercano a la camarera.

—Tres Jack’s con hielo, preciosa. Ésta ronda la pago yo —le dijo a la rubia de detrás de la barra, sonriendo a la vez que tocaba con dos dedos el ala de su sombrero de la suerte. Luego le guiñó un ojo —. El tercero es para tí.

—Lo siento, pero no me dejan beber en horas de trabajo —respondió ella mientras cogía dos vasos cortos. A él le pareció que estaba sinceramente apenada.

Entonces volvió el cuello de un lado a otro exagerando sus movimientos y, llevándose la mano sobre la frente, como haría un sioux en mitad de la llanura, oteó el local desierto mientras su nuevo amigo, al que decidió llamar «el de la negra» a partir de entonces, se sentaba a su lado. A continuación se encogió de hombros y levantó las manos abiertas, con las palmas hacia arriba, mientras ella lo miraba divertida.

—Sólo estamos nosotros tres, y él ya está como una cuba, ¿a quién le va a importar? —dijo Léon, dedicándole una de las mejores sonrisas de su repertorio.

—Está bien —dijo ella al fin, dejando un tercer vaso sobre la superficie de madera, junto a los otros dos. «El de la negra» y Léon se limitaron entonces a observarla trabajar, maravillados ante la destreza con que cogía los hielos con las pinzas y los dejaba caer en los vasos sin que salpicaran. Si llego a saber que había espectáculo aquí, me habría quedado bebiendo en lugar de perder el tiempo jugando al billar.

La camarera, tras llenar con generosidad los tres vasos, les acercó los dos que les correspondían y, cogiendo el suyo con dos dedos, lo levantó y preguntó, jovial:

—¿Por qué brindamos?

«El de la negra» la observó un instante y luego se volvió hacia él; no parecía estar en condiciones de pensar, ni mucho menos de proponer un brindis. Entonces Léon levantó un poco su sombrero de vaquero y dirigió sus ojos hacia los de ella.

—Por que algún día contemple un amanecer tan bonito como tus ojos —dijo, levantando su vaso.

Golpes en la puerta, insistentes, le despertaron pocas horas después. Por un momento no sabía donde estaba ni qué hacía en aquella habitación. Lo único que sabía es que le dolía la entrepierna. ¡Sacrébleu! ¡Cómo no me va a doler si hemos cabalgado de París a California por lo menos, ida y vuelta! Por si fuera poco, cuando se incorporó en la cama le pareció que su cabeza le iba a estallar. Se encontraba tan mal que el hecho de que su Cenicienta de una noche hubiera desaparecido sin dejar su zapatilla de cristal no le importó demasiado. ¡Maldito whisky y maldita zorra insaciable! ¡Jamás volveré a beber! Tampoco recordaba las veces que se había repetido aquello último.

Los golpes, que parecían haber cesado, volvieron a la carga con mayor potencia, amenazando con derribar la puerta y con hacerle explotar el cerebro, y una voz familiar llegó a sus oídos desde el otro lado:

—¡Vaquero! ¡Abre la puerta de una puta vez o la echo abajo!

Las finas líneas de luz rojiza que se filtraban entre las rendijas de la persiana, en las que reparó en aquél momento, le indicaron que el amanecer estaba ya avanzado y que probablemente debería estar al volante de la camioneta desde hacía un buen rato. Maldijo otra vez y abandonó la cama de un salto, y cubriéndose con una sábana se encaminó hacia la puerta.

AETERNITAS - Asesino de InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora