4 - No molestar

1.3K 8 2
                                    

 15 de febrero de 2011, 0:16 AM, suite del Hôtel La Faucielle, afueras de Perpiñán, sur de Francia.

 Después de tres días ininterrumpidos de descanso total, disfrutando de buenos masajes y de relajantes momentos en la sauna, Richard se sentía otra vez plenamente en forma. Y la rodilla estaba como nueva. Una pequeña ventaja de ser lo que soy. Su Spyder, en cambio, no tuvo tanta suerte: había tenido que dejarlo en un concesionario cercano. Le dijeron que tardarían entre veinte días y un mes en tenérselo listo, que ya le avisarían. Por suerte, no tenía prisa; había decidido que seguiría por allí durante un tiempo. El lugar era tranquilo y agradable, a pesar de tratarse de un hotel de diseño —hoteles que, por norma general, procuraba evitar—, con un buen servicio y atención al detalle, y la suite era cómoda y espaciosa; perfecta para pasar unas largas vacaciones.

 Tras su enfrentamiento con el tercer inmortal era imprescindible dejar pasar un tiempo prudencial. Era importante que todo fuera volviendo a la normalidad y, sobre todo, que su siguiente objetivo recuperara la confianza y regresara a su vida, a sus hábitos, a aquella rutina que da una falsa sensación de seguridad. En definitiva: que se relajara y bajara la guardia. Richard sabía que no estaba intentando huir como hizo el anterior, a pesar de saber que estaba muy cerca de él. Seguía en su fortaleza, y eso sólo podía significar dos cosas: que lo estaba esperando y que no le temía. Así que no iba a correr riesgos. Atacar de inmediato sería otorgarle una ventaja considerable y la misión podría fracasar. Y el fracaso, en ese caso, conllevaría sin lugar a dudas a su muerte. ¿Y quién quiere morir? Yo no. Además, un profesional no corre riesgos innecesarios si puede esperar al momento oportuno, y él podía permitírmelo. En el contrato no figuraba ninguna fecha límite: tenía todo el maldito tiempo del mundo. Nunca mejor dicho.

Un ligero chapoteo llegó a sus oídos desde el baño y le devolvió a la realidad, recordándole que no estaba solo aquella noche. Sabía que su acompañante aún tardaría en salir pero no le preocupaba; la noche era larga en aquella época del año. Luego, a la luz delicada de la única lámpara que permanecía encendida en la habitación, reparó en la música que sonaba a través del hilo musical. Se trataba del inconfundible y evocador saxo de Stan Getz haciendo vibrar el aire a su alrededor, a un volumen adecuado, ni muy alto ni demasiado bajo, creando un ambiente íntimo y sensual inmejorable. ¡Joder, Getz! Han pasado más de cincuenta años, pero aún puedo oler el aroma de los habanos y cigarros que llenaba la atmósfera de los tugurios en los que te ganaste el sobrenombre de «El Sonido». ¡Qué tiempos!

 Se sirvió un whisky con hielo, como en los buenos viejos tiempos, y se sentó a un lado de la cama a observar el jardín que se adivinaba entre las tinieblas del otro lado de la ventana. Los focos se habían apagado hacía unos minutos, pero aún podía ver las exóticas plantas que crecían en él, cada una de sus hojas, cada tallo, casi como si fuera de día.

 Absorto, observando su propio reflejo en el cristal, se perdió entre recuerdos de tiempos remotos y los minutos pasaron como si fueran segundos. Cuando se quiso dar cuenta, el whisky estaba aguado y su invitada le observaba desde la puerta del baño, adoptando una pose seductora. Como si le hiciera falta a estas alturas. Un minúsculo tanga, unas medias sujetas por un liguero y unos zapatos de tacón de aguja eran las únicas prendas que cubrían su joven cuerpo y, de su aún húmeda melena negra, fluían finos y sugerentes hilillos de agua que resbalaban con lentitud sobre su piel, recorriendo la curva de sus pechos.

 No pudo evitar sonreir al pensar en lo curioso de la situación; en el implacable poder de un instinto primario que debería haberse extinguido hacía años pero que, contra todo pronóstico, seguía latente en sus entrañas, dispuesto a despertar sus más bajas pasiones ante la visión de una jovencita apetecible y totalmente dispuesta como la que tenía enfrente en aquél momento.

 Apartando a un lado sus pensamientos, prendida la llama del deseo, Richard se levantó y caminó hacia la chica mientras ella se contoneaba ligeramente y le dedicaba una sonrisa pícara cargada de promesas ardientes.

 Las tres horas siguientes, colmadas de lujuria y de placer, de gemidos, jadeos y palabras impúdicas susurradas en la oscuridad, de sábanas empapadas en sudor y otros fluidos, fueron tan sólo el prólogo. Ella no lo sabía, pero Richard no la había llevado a su habitación sólo para echar un polvo (o varios). Pero al menos, cuando abandonara la suite al amanecer, después de que él le hubiera llamado un taxi, no recordaría nada de lo que iba a suceder a continuación.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Richard junto a ella en la cama, desnudos los dos. Le gustaba saber sus nombres aunque no las fuera a ver nunca más, era una manía como otra cualquiera. La muchacha, con la piel brillante, húmeda, los pechos agitándose al ritmo de su respiración entrecortada, se giró para mirarlo a los ojos. Una sonrisa de oreja a oreja le iluminaba el rostro al observarlo en silencio. Él conocía a la perfección lo que aquello significaba: era la expresión de una mujer que cree que acaba de hacer el amor con el hombre de su vida. Mañana seré sólo un bonito recuerdo, nada más. Te lo prometo.

—Daphné—dijo ella al fin, acercando sus labios a los de él. La besó y sintió como su lengua se introducía ansiosa en su boca, pero el deseo ya le había abandonado. ¡Joder, qué hambre tengo!

Ya no había tiempo para juegos. Podía perder el control y no sería bueno para nadie, y menos para ella, así que la apartó con suavidad pero con firmeza y la miró a los ojos una última vez. Daphné lo miró sin comprender e intentó decir algo, pero ya era tarde: un segundo después, cuando los colmillos de Richard atravesaron la piel y la carne de su cuello buscando la carótida, ella ya estaba lejos, en lugar seguro.

AETERNITAS - Asesino de InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora